Los hermanos Castro resaltan que Manuel Blanco Romasanta preparó de forma minuciosa, en ocasiones durante meses, la muerte de sus víctimas. Seleccionaba madres solteras o separadas con hijos pequeños. Entraba en amoríos con ellas para ganarse su confianza, les presentaba cartas falsas reclamándolas para que emprendieran viaje, y solo después de convencerlas de que le vendieran todos sus bienes las sacaba cautelosamente de casa para matarlas.

Manuel Blanco Romasanta era un tendero ambulante, buen conocedor de los caminos de montaña. Fijó su residencia en Rebordechao a finales de 1843. Desde el año 1846 hasta 1851, con la promesa de un mejor futuro, se ofreció como guía para llevar a servir a "buenas casas de Ourense y Santander" a diversas mujeres de los pueblos de Rebordechao y Castro de Laza.

En años sucesivos y con este pretexto dejaron sus casas Manuela García Blanco y su hija Petra, Benita García Blanco y su hijo Francisco, Antonia Rúa Caneiro y sus hijas Peregrina y María Dolores, y Josefa García Blanco y su hijo José. Un total de "nueve personas de las que no se volvió a tener noticias más que por boca de Romasanta", destacan Cástor y Félix Castro, por lo que se empezó a extender la creencia de que las había asesinado en la sierra de San Mamede para sacarles la grasa y venderla en las boticas de Chaves, distante unos ochenta kilómetros de Rebordechao, razón por la que comenzaron a llamarle "El del unto".

Los hermanos Castro explican que la memoria popular que se conserva en el oriente ourensano sobre Romasanta insiste en considerarlo como el "Hombre del Unto", que se lucraba de la venta del sebo de sus víctimas a las boticas de Chaves. Y destacan que Romasanta reconoció que iba una vez al mes a aquella villa a comprar género para comerciar (pañuelos), pero "nunca admitió que traficase con grasa humana".

El tribunal de Verín "fue celoso en su instrucción" y solicitó la declaración de cuatro boticarios de Chaves, que dijeron no conocer a Romasanta y negaron rotundamente haber adquirido unto humano a él u otra persona cualquiera, porque "aquel obgeto no tiene consumo alguno".

Sin embargo, la grasa humana tiene atribuida desde antiguo propiedades medicinales y mágicas, proliferando en todo tiempo noticias reales o inventadas sobre los "sacauntos o sacamantecas dedicados a este vil tráfico". Cástor y Félix Castro destacan que "así de claro" habla el Diccionario de material mercantil e industrial, de D. José Oriol Ronquillo (Barcelona, 1855), que en un extenso apartado titulado "El hombre considerado como medicamento" indica que "la grasa humana, en particular la de los ahorcados, fue considerada como emoliente, temperante, nervina, eficaz sobre todo contra los dolores de las articulaciones, las contracciones de los miembros, las heridas, para borrar las señales de la viruela", entre otros muchos usos, como remedio para las cicatrices, alopecia, perlesía o epilepsia, "aparecen detallados en tratados médicos y farmacéuticos de la época".

Los hermanos Castro encontraron en el periódico semanal El Consultor Higiénico (Madrid, 30-8-1858), el caso de un enfermero que se hizo rico con la grasa de los cadáveres del hospital donde servía, pues vendió cientos de pucheritos de una onza a duro, por ser "remedio muy solicitado".

Los hermanos Castro revelan que Dolores Reguera y Juan Vázquez, vecinos de Santa Maria Adigna, rogaron a varias personas en la feria celebrada en Pontevedra el 1 de marzo de 1857 que le comprasen a José Vázquez, joven de 18 años y hermano del último, "para matarlo y usar su grasa en las boticas". Advertida la Guardia Civil, atrajeron a los vendedores con un falso comprador y "se llegó a consignar la venta por escrito", tras lo cual los detuvieron y enjuiciaron (Tomo III del Boletín de Jurisprudencia, Madrid, 1857).