"Para aquí cuatro de licor café triples con hielo", bromeaba en voz baja un grupo de adolescentes apostados en la Cruz do Castro al ver pasar a "Barman", un peculiar hombre murciélago travestido para la ocasión y cuya bolsa de plástico dejaba entrever su responsabilidad como encargado del avituallamiento. No era una excepción en el despliegue de imaginación de los participantes a la hora de elegir disfraces, entre los que se dejaron ver una pléyade de pianistas, rústicos sulfatadores, atractivos hombres y mujeres de compañía e incluso algún cuadro andante, con su marco de madera y todo. "O que apenas se ven son curruvellos, porque xa non quedan farrapos nos faiados", ilustraba un veterano en estas lides, que, garrafón en mano pero con discurso lúcido, se ofreció al cronista para dar unas pinceladas sobre la evolución de la indumentaria carnavalera.

No andaba muy lejos la reencarnación del cantaor flamenco Camarón de la Isla, sin Paco de Lucía ni Tomatito, pero con silla y disposición a arrancarse unas saetas, aunque sean vísperas. Niños vestidos de ancianos, carrozas ataviados como bebés, esqueletos vivitos y coleando, tenistas de asfalto con público entregado al socaire de las puertas de un garaje, vaqueros sin vacas, tortugas Ninja de caparazón desteñido, piratas honrados y sin pata de palo... Casi nadie es quien es sino quien quiere ser, que para eso es el Entroido y aquí no hemos venido a discutir.

Y al caer la tarde, la irreverente tropa en procesión enfiló el atlántico por la carretera de Donón para desgastar la suela que quedaba. Pero lo que allí aconteció será materia de otra crónica, porque la fiesta tenía pinta de ir para largo.