A principios de la pasada década de los ochenta, el pintor Leopoldo Nóvoa y su esposa, Susana Carlson, pasaban el verano en Samieira (Poio), en casa de unos parientes del artista. En ocasiones daban paseos por el entorno, y en uno de ellos llegaron a A Armenteira, una parroquia de Meis situada del otro lado del monte Castrove, en la falda que se asoma a la ría de Arousa. La pareja quedó prendada del lugar, y en 1983 compraron una casa en ruinas con parcela que se erigía sobre una colina con unas vistas espectaculares al valle y el mar.

Leopoldo Nóvoa empezó a vivir y trabajar en A Armenteira en 1985, y desde entonces no faltó ni un solo año. Solía llegar en mayo y se iba en octubre. Entre noviembre y abril residía en París, donde también tenía un taller. De Meis salieron por tanto algunos de los mejores cuadros de Nóvoa, considerado por los especialistas como uno de los mejores pintores españoles contemporáneos. Y en Meis trabó amistad con diferentes personas, como el catedrático de Derecho Romano de la Universidade de Vigo, Luis Rodríguez Ennes, o Samuel Fontán Martínez, un agricultor que se convirtió en su ayudante y que, de hecho, llegó a pintar en algunas de las creaciones recientes de Nóvoa.

Luis Rodríguez Ennes también quedó enamorado del paisaje y la tranquilidad de A Armenteira. Es natural de A Coruña, pero en 1978 compró una casa en Meis, a escasos cien metros de distancia de donde, unos años más tarde, se establecería Leopoldo Nóvoa. Enseguida trabaron una sólida amistad. Rodríguez Ennes, por ejemplo, recuerda como algunas de las primeras pinturas de Nóvoa en aquella época, de estilo figurativo, hacían referencia a los motivos del paisaje o el imaginario colectivo de A Armenteira, como San Ero, a quien se atribuye la fundación del monasterio.

Leopoldo Nóvoa construyó su casa sobre las ruinas de la anterior con un proyecto de su amigo Celestino García Braña –que fue presidente del Colegio de Arquitectos de Galicia– y dos de sus dependencias más espectaculares son el salón, con un enorme ventanal desde el que se ve la ría, y el taller, situado en la parte posterior de la construcción y unido a la casa por una especie de túnel. Nóvoa realizaba en él los murales de mayor tamaño, puesto que el taller que tenía en la capital de Francia es más pequeño que el de Meis.

Y a su lado estaba siempre Samuel Fontán, un cantero y agricultor jubilado que nunca había tenido inquietudes artísticas, hasta que a los 60 años se convirtió en el más estrecho colaborador de Nóvoa. Fontán trabajaba con el artista desde las 10 hasta las 14 horas. Le colocaba las telas; les aplicaba una primera capa de pintura blanca; e incluso pintaba en el lienzo, previamente delimitado por Nóvoa con líneas de tiza negra. La autoría intelectual, el diseño y el grueso de la manufactura de los cuadros era de Nóvoa, pero Samuel Fontán se convirtió en sus manos, sobre todo en los últimos años, cuando la edad ya le empezaba a pasar factura al pintor. Uno de los afanes artísticos de Nóvoa fue el de reproducir las tres dimensiones en la pintura, y para ello contó de nuevo con la colaboración de Fontán Martínez, que se encargaba de cortar las maderas y de engarzarlas en la tabla para lograr el efecto de profundidad.

El agricultor incluso manipuló la ceniza, uno de los materiales más queridos por Nóvoa tras el incendio que sufrió en su taller de París en 1979 y que consumió para siempre una parte de su obra. "Era muy buena persona. Tenía un poco de genio pero siempre fue bueno conmigo", evoca Fontán, que empezó a colaborar con Nóvoa hace diez años "porque la mujer que le iba a limpiar la casa me contó que estaba buscando un ayudante".

Luis Rodríguez Ennes, por su parte, recuerda a Nóvoa observando concienzudamente cada cuadro desde todos los ángulos posibles, y, a veces, tras el humo de un puro Habano. "Era un trabajador nato. Para él no había domingos ni festivos. Se levantaba temprano y lo primero que hacía era meterse en el taller".

En A Armenteira no solo concibió algunos de sus murales más grandes, sino también la escultura de 200 toneladas con la que ganó un concurso internacional convocado con motivo de las Olimpiadas de Seúl. La maqueta aún está en el salón de la vivienda.

"Nóvoa era una persona muy inquieta, que diseñaba su propia ropa y hasta los tiradores de los muebles", recuerda Ennes. Para el catedrático, el artista fallecido el jueves era "el Picasso gallego", y afirma que su pintura era mucho más depurada y "trabajada" que la de Tàpies, con el que ha sido comparado en alguna ocasión. Y recuerda la famosa frase del escritor Gustave Flaubert. "Leopoldo Nóvoa estudiaba cada luz, cada sombra, los materiales... No improvisaba nada. Era un gran trabajador al que le venía la inspiración después de transpirar mucho".