Lo que más me hizo disfrutar de 'Lolita tiene un plan' fue el saber estar de Adriana Ugarte. Un ejemplo de buena educación en los que la hemos perdido casi por completo. Lo cual no es baladí. Se adivinaba en su porte, en su sonrisa y sobre todo en el tono de sus palabras y la actitud ante la cámara (en un programa de televisión de prime time, no en un rodaje, no en una ficción, no en un posado) un respeto por el público y una humildad ante la profesión elegida no muy fáciles de encontrar.

Silvia Abascal, Juana Acosta o Inma Cuesta son algunas compañeras de generación que cuentan con cualidades semejantes. Sin embargo, y eso es lo bueno, cada una las desarrolla de una manera personalísima que las hace incomparables y que aportan poso y peso a sus actuaciones y a su bagaje como actrices. El caso de Adriana Ugarte es prodigioso. La conocí con motivo del corto 'Mala Espina', que se paseó por el circuito de los festivales de corto españoles en 2001, cuando yo peregrinaba en romería por ellos. El trabajo de Adriana era complicado. Su personaje se tornaba áspero. Pero destacaba entre un conjunto de actores de primera, Blanca Apilánez, Adolfo Fernández, y Pedro Casablanc, dirigidos por Belén Macías.

Habría que dar un salto de quince años para encontrarla en 'El tiempo entre costuras', su consagración frente al gran público. Se produce una infinita alegría en el cronista cuando sucede este hecho. Cuando cuaja una faena. Cuando el producto mejora con el tiempo. Cocinada a fuego lento, una carrera como la de Adriana Ugarte es paradigmática de lo mejor. Hasta llegar una noche a compartir mesa con doña Lola Herrera y Cayetana Guillén Cuervo, y no desmerecer, en absoluto. Poseyendo autoridad moral. Esa que tanto escasea.