En gran parte de los recetarios de todo el mundo, la casquería es uno de los ingredientes fijos de la cocina popular o incluso burguesa. Léase a la Marquesa de Parabere o el libro La Cocina de Nicolasa, con prólogo de Gregorio Marañon. La casquería era, en España, la tienda del casquero, y el casquero, "la persona que vende vísceras y otras partes de la res no consideras carne". (Diccionario de la Lengua española.)

Callos, riñones, sesos, hígado, lleterola, lengua de ternera, criadillas (testículos del toro), oreja de cerdo, mollejas, cabezas de cordero. La casquería era propia de las «casas de comida», fondas y figones. Artículos o géneros baratos de coste que permitían comer por poco dinero. De mercados tan importantes y literarios como el parisino Les Halles salió la cabeza de ternera en salsa ravigote, aprovechando los «entresijos» de la tête de veau,vocablo que define gráficamente la casquería. Partes innobles a la venta.

Uno de los primeros entronizamientos burgueses de los callos sucedió en el restaurante madrileño Jockey, abierto en 1945 por Clodoaldo Cortés. Hasta esa fecha, casi cualquiera podía comer callos (a 150 pesetas) en la capital del Reino. Un "plato tabernario". De pobres y menesterosos. Se acompañaba con un tinto (o cinco) de Valdepeñas. Todo cambió cuando Jockey los incluyó en su carta, junto al solomillo Wellington con patatas soufflé, el tuétano con patata, foie gras y salsa de champagne, los langostinos crudos al caviar con crema fresca, o perdiz escabechada a la geléede oloroso PX. Los callos de Jockey fueron (y son) una referencia inexcusable del poder político y financiero de su clientela. El touch de esnobismo. De plato tabernario, a exquisito. La ración costaba la última vez que estuve (años noventa) unas 2.300 pesetas. La Nouvelle Cuisine había cumplido, más o menos, quince años de existencia a finales de los años ochenta. Su decálogo fundacional data de 1973. Los artífices fueron Alain Senderens, los hermanos Troisgros y Michel Guérard, entre otros. Paul Bocusse, muy astuto, encabezó mediáticamente el movimiento, pero era el único cuya cocina remitía al pasado y a la ortodoxia.

A punto de finalizar la década de los ochenta, los líderes de la Nouvelle Cuisine comenzaron a admitir en sus cartas productos de casquería. Un mero mero cálculo mercantil. Materias baratas de coste, pero ornadas con el genio creativo de los chefs. Corolario: más rentabilidad empresarial. En sus cartas brotaron mollejas, pies de cerdo, hígados diversos, riñones («en traje verde»: Guirardet), «ternerillas de ternera (partes gelatinosas del pecho) braseadas con salsifís» (Troisgros), tripes, receta obrera (los callos españoles), que tanto le gustaban a George Brassens: Les tripes sur la table, ça ne se remplace pas. Y llegamos a los productos cocinados de V Gama, recientemente inventados por la industria de la alimentación. Como afirma un notable chef, es «una cocina elaborada, de alta calidad, a buen precio, sencilla y rápida, pero además saludable y segura». Platos pasteurizados,

envasados al vacío y termosellados, supervisados por buenos cocineros. No dudamos de su utilidad en el hogar. La cuestión es, como se sabe, que bastantes restaurantes (incluso laureados) y algunos gastrobaresvenden algunos platos de V Gama como cocinados en el local. Ejemplos: carrilleras estofadas, jarrete de ternera, pintada rellena, cochinillo confitado, muslos de codorniz ahumados y confitados en escabeche, paletilla de cabritillo, guisado de rabo de buey o brownie de chocolate con nueces. Ahorro en mano de obra. Beneficios, por tanto, mayores. Aunque, tal vez, es mejor que no los cocinen en ciertos restaurantes, porque son inferiores a los de la V Gama. Pero que lo avisen en la carta: rabo de buey V Gama. Y que los cobren más baratos.