El electrodoméstico rey y yo mantenemos una relación cotidiana, aunque leve, fugaz, fragmentada, quebradiza, reduciéndose a poco más que al encendido para el telediario de la tarde, del que empiezo a renegar tras su abusiva tendencia a los sucesos, y tras la medianoche como ”fondo de armario” mientras leo u ojeo la prensa. No dispongo de canales premium de pago, que es donde se pueden hallar los mejores productos o series, precisamente para no congelarme como un papanatas ante la pantalla. Soy por tanto un ciudadano sometido a las opciones de la televisión comercial y cable básico aterrorizado porque el único canal de confianza, la televisión estatal, esté siendo asesinado a machetazos por el poder para dejarnos en manos de las privadas, solo interesadas por la audiencia.

Pero quiero confesarme. Si somos lo que vemos por la tele, si el perfil de cada persona se descubre por los programas que sintoniza, no tengo más remedio que sospechar que mi cerebro sufre un cortocircuito que lo envilece, quizás alguna interconexión neuronal que me sitúa en un estado precognitivo o de adolescencia zombi cuando veo la tele por las noches, a hurtadillas, como un voyeur en la soledad del salón. Solo problemas cerebrales, masivas pérdidas neuronales, podrían explicar que últimamente recale con demasiada frecuencia en MTV entre la barahúnda de canales televisivos, a esas horas de madrugada en que manejo distraídamente el mando antes del sueño.

A veces, tras el acto voyeur, me pregunto qué tipo de morbo me hace sintonizar voluntariamente con ese populachero canal pensado para gente con acné juvenil. Peor aún: con un programa llamado Jersey Shore, que narra la vida cotidiana en una misma casa de un grupo mixto de jóvenes italoamericanos, burdos en sus formas, groseros hasta la extenuación en su vocabulario, bebedores hasta el vómito, desconectados de toda capacidad intelectual, estajanovistas del coito y de la disco y adictos al “body building”, que es la sobredosis de este tiempo, igual que los plumíferos en los 70, el sida en los 80 y los accident se de coche versión coupé deportivo entre los snobs en los 60.

En términos de sensibilidad Jersey Shore sería el equivalente del Sálvame español pero con otro “target” que rebaja la edad media del espectador 20 o 30 años, una golosina visual como la de esa cadena “telecincoañera” que ha sabido convertirse en puntera a base de rebajar a la nada la ética y la estética de la ciudadanía y de orientar sus productos estrella a un público que vomita si le pones música de Bach, preocupado por el cotilleo de baja estofa y los escándalos inventados de portería. Prepárense porque parece que están buscando ya los equivalentes españoles de esos prehomínidos americanos que integran Jersey Shore.

Mi desconexión neuronal nocturna cuando sintonizo con MTV (una cadena con guionistas brillantes pero que saben para quienes trabajan) se alimenta también de otro programa efectivo en el lenguaje televisivo cuyo gancho morboso va más allá de su potencial audiencia juvenil. Se llama Misfits y es una serie británica mezcla de ciencia ficción, humor y drama que trata sobre un grupo de jóvenes con comportamientos antisociales obligados a trabajar en un programa de servicio a la comunidad.

Entre ellos está Natham, un tipo que se suicida ante las cámaras por ganar audiencia (puede revivir por sus poderes) y que alardea de sus “triples” al tiempo: tener sexo, vomitar y defecar en el mismo acto. O Kelly, que reconoce haber tenido relaciones con un mono. A eso se le llama sutileza audiovisual.

No hay programación inocente y las serie de MTV, entre las que hay algunas muy buenas como

Cazados, llevan al medio televisivo los ingredientes necesarios para el triunfo: sensacionalismo, frivolidad, localismo y espectacularización morbosa. A mí no me importa que exista MTV. Me preocupa saber porqué, si tengo un cerebro maduro, conecto con ella.