Hablo de los míos, de mis prejuicios. Los tengo. Y gozando de muy buena salud. Pero no me ufano por ello. De verdad lo digo. Y también que trato de dominarlos, de tenerlos a raya. No confundir prejuicios con rechazos -ideológicos, religiosos, personales-.

Me refiero a prejuicios porque sí, quizá por pasar de puntillas por el trabajo ajeno, y aquí y ahora sólo me refiero a la tele. Concreto. De siempre, o en la mayoría de las ocasiones, he recelado de Susanna Grisso.

Me tira para atrás su pésima pronunciación, esa forma suya de tragarse las sílabas que a veces cuesta entenderla. Era incapaz de verla varios minutos seguidos porque cuando la veía estaba rodeada, enfangada, con sus colegas de sucesos, que celebran un periodismo cárnico, seminal y sangriento. Y me echaba para atrás. Ahora la veo a primera hora de la mañana, antes de que entre Nacho Abad. Y ahí sí, me gusta. Hasta me he acostumbrado a su alocada pronunciación.

Es una de las llamadas reinas de la mañana, pero qué quieren que les diga, Susanna tiene más gancho que Ana Rosa Quintana y, por supuesto, que la barbie torpe Mariló Montero. Me gusta mucho cuando se retuerce, cuando esquina el guión y salta la periodista menos dócil, cuando se encabrita y le suelta a la amojamada Fátima Báñez, la pelo cemento, como su cara, que le está echando un mitin pero no le está contestando a la pregunta, o cuando puso firme al rufián Ruiz Mateos, o cuando acusa a Ana Rosa, y en directo, sin tapujos, de falta de compañerismo por arrebatar sin miramientos a una invitada, o no le tiembla la decencia para enfadarse con la cínica Esperanza Aguirre cuando esta dice de Atresmedia «que estos mienten mucho». Ya ven, prejuicios volatilizados.