Llegó entre manos desconocidas desde Marruecos a Tarifa, donde la pequeña de apenas unos meses fue sacada en volandas de la patera y protegida en su regazo por alguien de Cruz Roja. Su madre, quizá su padre, se quedó al otro lado del mar, quizá porque a última hora no pudo subir a la barca, quizá porque no podía pagar un lugar más a los hijos de puta que trafican con la desesperación, pero seguro que porque quería para su hija algo mejor.

A la niña se le ha puesto un nombre, Princesa -en realidad se llama Fátima -. He visto el momento varias veces, y me sigue impresionando su carita dulce, sus enormes ojos, su sereno desconcierto, y su silencio. Un silencio que rompe el corazón si es el de una cría de meses que ha llegado en brazos de gente que no es su mamá, ha pasado frío y hambre, y ha sido acunada por alguien tan raro como un hombre blanco.

Pero Princesa no ha soltado ni una lágrima. Quizá algún día vuelva con mamá y ésta pueda contarle la historia, lo que pasó cuando tuvo que dejarla en el bote porque la policía de Marruecos estaba a punto de abortar el viaje y había que decidir rápido. Y la madre, rota, encogida por la incertidumbre, lo tuvo claro. Ella, lo intentaría ella, su hija, su princesa.

Señor Mariano Rajoy, déjese de martingalas, y ordene a sus más beatos ministros que ejerzan de verdaderos cristianos y apuesten por la vida, por la familia, desde el defensor de cigotos Gallardón al venerador de vírgenes Jorge Fernández. Busquen a esa madre, tráiganla con su hija. Hagan algo por lo que sentirnos orgullosos.