Soberbia, incapaz de empatía, con un programa de la pública anquilosado, estirada y antipática, presentando un programa que huele a naftalina, ha muerto no ventilado, incapaz de renovarse, sin vida, con sus recetitas y sus delirantes gimnastas que repiten la misma coreografía cada día desde los tiempos del siervo de dios Manuel Torreiglesias, que en gloria catódica esté; vamos, un sopor de programa que ni de lejos alcanza a las jabatas de la mañana Susanna Griso y Ana Rosa Quintana.

La señora Mariló Montero tiene en su haber intervenciones impropias de una mujer que presenta en la televisión pública Las mañanas de La 1. Es como si su verborrea jamás pasara por el filtro de la reflexión. Suelta lo primero que se le ocurre. Pero todo eso es conocido. Lo que llama la atención es por qué premian ese hundimiento de programa, donde la presentadora tiene mucho que ver porque está claro que no es de las más queridas, con un programa nocturno, también en la pública y en horario de máxima audiencia. Centrémonos en él, en El pueblo más divertido.

Vi con espanto y angustia el estreno de este esperpéntico concurso al que se han presentado veintidós localidades de todas las comunidades. Su objetivo es hacer el tonto en el pueblo o en el plató, con la excusa del humor, para llevarse los cien mil euros del premio. Cada pueblo tiene un padrino, y el padrino no podía ser otro que un humorista, un chistoso, un cómico con más o menos salero. Han tirado de lista, y apenas falta alguno de la vieja escuela, desde el soso Josema Yuste (nunca levantó una buena actuación después de Martes y Trece, nunca) al sieso Miki Nadal, pero también Felisuco, el tal Leo Harlem y, coño, hasta el señor Barragán. Así hasta veintidós. Qué risa, María Luisa. ¿Chiste viejo el de la Luisa? Pues es más moderno que las cosas que ocurrieron en el plató. ¿No se lo creen? Hubo derrapes, karaoke, pelotazos, tartazos. Huy, huy, para, para, que me duele la tripa de tanto reírme.

El pueblo más divertido abunda y recupera en el siglo XXI el espíritu de la momia de Grand Prix, aquello de Ramón García, el chico del pueblo, el chico campechano, el que sabía entretener sin ofender y bla, bla, bla. Es mi pueblo es mejor que el tuyo, es la España de los cuarenta que no hay dios que la entierre, él es patrioterismo ramplón y ordinario, es la vergüenza nacional en la televisión pública. Otra vez, otra vez más. Para que no falte de nada, el estrambótico y necio programa no podía armar un jurado cualquiera, así que tiró con balas de oro y contó con lo mejor del mercado.

Además de Eduardo Gómez (Aquí no hay quien viva) está Melanie Olivares (Aída), como si ser actores de series cómicas hiciera a sus actores expertos en humor, aunque está claro que para votar entre un tartazo y otro apenas hace falta preparación. Aun así, los dos están justificados. Pero lo que me mata, me deja turulata, me saca de sus órbitas a mis ojos, me deja patidifusa, con la pata por aquí y la fusa por allí, es la presencia en el jurado de la señora Mario Vaquerizo el Jeta. La única justificación ante semejante desatino es que encuadra a la perfección en el desatino general del concurso. Apenas desentona. Por eso, cuando esta estrambótica y recrecida Nancy Fatua saltaba de asiento en busca de un plano más de protagonismo y le soltaba en el morro a la Mariló un piquito, las señoras son así de efusivas, otro espectador huía. Pero de aburrimiento.

Tiene un 8% de audiencia, y bajando. Para que se diviertan con los datos los directivos de TVE. Hala, a troncharse. Catetos.