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Las elecciones culés de un niño

El jugador del FC Barcelona, Lionel Messi Jesús Diges

En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol. Eso dijo el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Por desgracia tenía razón.

Lo diré ya: uno tiene el barcelonismo por castigo. Para el vigués de cuna, lo del celtismo es como el valor en el soldado, se le supone. Y así lo siento. Pero cuando el que esto escribe comenzó a tener cierto uso de razón –también futbolística–, el Celta deambulaba por la Segunda División B –la misma categoría que ahora transita el eterno rival del norte– y había que elegir entre Real Madrid y F.C. Barcelona para no ser el raro de la clase. Ya saben, las dos Españas, aunque en aquella época, allá por 1980, la Real Sociedad de Arconada y López Ufarte cosechaba también triunfos y lógicas simpatías entre la chavalada.

El amor por unos colores suele nacer en esa patria verdadera que es la infancia y perdurar toda la vida. Cambiar de club de preferencia es algo que ocurre muy excepcionalmente, y quien se atreve a hacerlo es justamente tachado de chaquetero.

Hipnotizados por la elegancia de Schuster –aquel nibelungo alemán que parecía jugar a algo diferente que el resto–, la vistosidad del azul y grana y la grandiosidad del Camp Nou, muchos niños abrazamos la fe culé, que en aquel entonces era más ciega que nunca. Quedaba mucho para el Dream Team de Cruyff y el Barça “triomfant” de Guardiola y Messi. Aquel Barcelona salvaba la temporada empatando en el Bernabéu, no digamos ya si ganaba la Copa. Ni la llegada del crack Maradona –entonces no se le llamaba crack a cualquiera, como ahora– cambió una dinámica penosa, que estalló en aquella final de la Copa del Rey del 84 con derrota ante el Athletic y kárate como lamentable epílogo.

En fin, que uno ya es demasiado viejo para hacer apostasía del credo blaugrana, por más que en los últimos tiempos se haya utilizado el club como estandarte del secesionismo. Si son culés Inés Arrimadas, Andrés Iniesta –que no parece que vote a la CUP– y hasta lo era Manolo Escobar –el de “¡que viva España!”–, puede serlo cualquiera. Y si uno ha aguantado los años más oscuros de Núñez y Gaspart tampoco le asusta la enorme deuda ni la previsible sequía de títulos que se avecina. Para un club cuyo fundador se suicidó, a otro presidente lo fusilaron y un puñado de ellos pasaron por la cárcel no es problema. Solo espero que el presidente que hoy gane las elecciones se olvide de la política y sepa reconducir una institución que es más que un club... y también mucho más que un sentimiento nacionalista excluyente.

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