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Mariscales y capitanes

Philippe Pétain, durante su juicio tras la II Guerra Mundial

España necesita un capitán. Lo ha dicho una señora, como queriendo decir generalísimo. “No está entre vosotros”, le ha aclarado a los políticos, en un discurso que muchos han celebrado. La tentación del caudillismo late en nosotros. Capitán suena mejor. Es un rango amable. Todos quisimos ser adolescentes aupados sobre nuestros pupitres, desafiando a las convenciones: “¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!”.

Walt Whitman no escribió este poema para solicitar un capitán, sino para despedirse de otro. “Nuestro azaroso viaje ha terminado”. Lincoln yacía ya en su tumba, pudriéndose. Al menos su cáscara mortal. “Ahora pertenece a la eternidad”, había constatado su secretario de Guerra, Edwin Staton, cuando expiró sobre el catre al que lo habían trasladado desde el Teatro Ford. John Wilkes Booth, a la vez que le disparaba en la nuca, lo había consagrado como el líder amado, a quien ningún pecado empaña. Bautismo y extrema unción de sangre en un solo sacramento. A Lincoln lo reclaman hoy los demócratas, que han creído heredar su progresismo, y los republicanos, en cuyo partido militaba.

Lincoln fue ese hombre providencial que los pueblos ruegan en las épocas convulsas. Los ha habido de todo signo y condición: de izquierda a derecha; cirujanos de hierro y revolucionarios ingenuos; santos de memoria impoluta, que permanecen esculpidos en mármol, e ídolos de barro a los que acabaron colgando de gasolineras o cuyas momias se han quedado como atracción para turistas.

Ninguno como Pétain, que lo vivió todo durante su larga existencia. Pétain se convirtió durante la Primera Guerra Mundial en el salvador de Francia. Un general bondadoso, que prefería ahorrar cadáveres, a diferencia de tantos carniceros con galones. Y así se mantuvo, sobre su pedestal, sin que las querellas políticas lo salpicasen. A él, ya octogenario, acudió nuevamente la nación cuando el frente se derrumbó en la primavera de 1940. Pétain solicitó el armisticio y le afeó a De Gaulle que huyese a Inglaterra: “La patria no se lleva en la suela de los zapatos”. Él se quedó como figura paternal del régimen de Vichy, que dirigían Laval y sus secuaces. Tras el triunfo aliado, lo enviaron a agotar sus días en el penal de la isla de Yeu.

Pétain fue más providencial que ningún otro. Encarnó la esperanza y la gloria que sublimaron la escabechina de Verdún. Asumió la vergüenza de la rendición de Compiègne que todos en realidad deseaban. Cobijó al país en su regazo mientras el mundo ardía en llamas. Y finalmente se ofreció como chivo expiatorio. Francia se lavó las miserias de la ocupación engordando el mito de la resistencia, rapándoles la cabeza a unas pobres desgraciadas y derramando la culpa colectiva sobre la encorvada espalda del viejo mariscal. Fueron los franceses quienes delataban a sus vecinos judíos, los que se tapaban los oídos si se oían gritos por la noche y mercadeaban con el invasor. La condena de Pétain constituyó su último servicio a la patria. Mientras Alemania lleva ochenta años exorcizando sus demonios, Francia niega los suyos: “Fue Pétain”.

Hacerse adulto implica asumir la responsabilidad de tus actos. Una ciudadanía madura no se encomienda a un mesías ni se despoja de su voluntad. Tampoco identifica cabezas de turco a los que reprochará todos los males. Ni un Pétain ni otro Pétain. España no necesita un capitán, sino cuarenta millones que asuman las pequeñas decisiones de cada día, también los errores, para que al fin, cuando el destino asome en el horizonte, se recite en coro: “El barco capeó los temporales, el premio que buscamos se ha ganado”.

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