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Vida sin amigos, muerte sin testigos

La amistad es como el amor, pero sin chutes románticos. | // FDV

Hoy me dijeron que el azar me llevaría a compartir página con dos mujeres a las que por larga amistad quiero: la que firma el artículo vecino y la que lo ilumina con su foto y sus historias. Las dos son de Madrid y periodistas de diferentes generaciones, una del mundo del papel y otra del de la imagen y, aunque las vea ahora de tarde en tarde, forman parte viva de esa memoria que todos tenemos y nutre nuestro edificio de afectos. Miramos hacia atrás y, si hubiéramos tenido la intuición de anotar recuerdos de cada uno de los amigos que han pasado por nuestras vidas, podríamos escribir un increíble libro sobre la existencia humana. No nos damos cuenta, Mariana, de lo maravilloso que es poderle decir a alguien: ¿te acuerdas? Y notar que sí, que se acuerda, escribió Carmen Martín Gaite, ante cuyo monumento pasé ayer en la Plaza de los Bandos salmantina. Y es que las relaciones de amistad juegan un papel primordial en la arquitectura emocional de nuestra vida, a medida que la misma va transcurriendo sus etapas.

Digamos que es un sentimiento que evoluciona con el paso del tiempo, porque no es lo mismo cómo se siente en la infancia que en la adolescencia, en la juventud que en la madurez; dicho de otro modo, a cada una de estas etapas podríamos vestirla con diferentes hábitos formales, vestiduras emocionales , ropajes intelectivos y sentimentales. La entrevistada y la entrevistadora con las que comparto esta página (el más elevado escenario de la comunicación, que es el que merecen) son de diferentes generaciones, de modo que cuando hace décadas entablé amistad por vez primera con una y su mundo (marido, etc) yo tenía el mismo nombre y apellido, pero no era el mismo de hoy sino otro diferente que es el que conoció la otra, con otro caudal de experiencias en lo psicológico, otra combinación molecular en lo más íntimo y físico y hasta otro cónyuge si hablamos de la fachada situacional exterior.

Tengo amigos de la infancia aunque a pocos veo y aún están ahí la mayoría, lo que ya empieza a ser un éxito dados los años que hemos ido acumulando y la vida que hemos ido derrochando. Esa infancia marcada por Dios, patria y hogar aunque hecha en la calle; por disciplina y autoridad vertical, aunque para mí de inmenso placer recordatorio. Entonces no teníamos rey (y ahora que lo tenemos, disponemos de un poderoso argumento para mantenerlo por encima de consideraciones políticas: ver la catadura de quienes quieren destronarlo y ni por asomo querer acompañarlos). Tengo aún amigos de la adolescencia, esa etapa en la que aparecen valores de lealtad, confianza, intimidad, sinceridad... Inolvidable porque suele ser esa en la que por vez primera te enamoras y en la que formas pandilla que se intercambia emociones y autoabastece de afectos. Con alguna baja caída en combate, seguimos reuniéndonos al menos una vez al año. De lo que vino después, en la juventud o madurez, tenemos tan larga historia y tan entreverada de recuerdos amicales que no es momento aquí más que para sugerirlos.

¡Ah, la amistad! Debo decir que, a pesar de que tan alto sentimiento encumbro, han pasado por mi vida tantos amigos, y tan poco los he cultivado y apreciado su oferta por las prisas, que en su mayoría han sido de paso por mi culpa. Lo notaré cuando los años me invadan, cuando al mirar el retrovisor mi rostro me persiga asustado, y lleguen los dedos de una mano para contar a los supervivientes de tan larga travesía. Si es que los dioses permiten que sea larga la mía. Pero, entretanto, mi entrevistada y entrevistadora vecinas ¡qué maravilla la amistad!

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