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Mi amigo el topo

Las plagas de topos en el jardín son algo habitual

Odiaba con toda mi alma aquella finca. Mi padre la compró cuando sólo había monte y cuervos, ni un vecino, y la convirtió en su retiro, el lugar en el que aplacar las neuras provocadas por una familia numerosa, donde respirar y sudar. Perfecto para resarcirse de ese trabajo de oficina, pero una cárcel para un adolescente.

A medida que la finca se fue armando, pasábamos más tiempo, algún año de mayo a otoño. Nadie sabe las horas que invirtió en levantar aquello, siempre ideando proyectos: un otoño el invernadero, un septiembre sacos de uva para hacer vino, la ampliación de la casa y cada mes un trasto nuevo, aparatos con motor, eléctricos, todo lo que hoy está apilado en el garaje.

Ahora sé que los mayores esfuerzos fueron para que me gustase. Ros y el resto de los perros, la canasta de baloncesto que encargó al herrero de la Derrasa, la BH amarilla, la escopeta de balines, la piscina. Todo en vano, porque a esos años nada se disfruta sin amigos, y mi único amigo era aquel topo invisible que desquiciaba a mi padre excavando galerías en su césped inmaculado; como yo, tratando por todos los medios de salir de allí.

Esos veranos duraban años, con sus tardes de siesta y series, de crucigramas sobre hamacas, de paseos con el walkman, de baños con olor a cloro, y así un día tras otro. Yo me organizaba para pasar allí el menor tiempo posible. Unía campamentos, fines de semana en la playa, construía un largo puente para llegar a septiembre pisando la finca sólo para poner lavadoras. El día que nos contó que la vendía todos pensamos que era una de sus fanfarronadas, esas reacciones infantiles con las que nos amenazaba: “La venderé y os arrepentiréis”. Lo hizo.

Cuando conocí a mi Lama, le llevé allí. Aparcamos a cierta distancia, y nos acercamos caminando como espías. El seto desbordaba la verja, la cancilla tenía desconchones, y las ramas del sauce tocaban el suelo. Habían tapado con un plástico negro la piscina. Entonces, nos acercamos más. Entre las parras del cierre vi el césped al lado del pozo, amarilleaba un poco. Sonreí cuando descubrí los pequeños montoncitos de tierra. Mi amigo todavía no había logrado salir de allí.

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