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Con la tranquilidad como vecina en la Galicia despoblada

La serenidad es la mejor compañía de los que apuestan por vivir en núcleos de población casi deshabitados. La carencia de servicios y las escasas posibilidades para trabajar en el medio rural, los inconvenientes

Daniel Álvarez, Lidia Caramés y Alicia Barreiro y PIlar Durán en Cavadosa. // Gustavo Santos | // BERNABÉ/JAVIER LALÍN

Durante el confinamiento sanitario impuesto por la pandemia gran parte de la población que tuvo que encerrarse en sus pisos los envidió por disponer de aire libre y espacio vital hasta tal punto que muchos urbanitas se plantearon cambiar céntricos apartamentos por alejadas viviendas unifamiliares con terreno.

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Los habitantes de la llamada Galicia vaciada presumen de tener la tranquilidad y el silencio como mejores compañías, además de poder vivir en pleno contacto con la naturaleza.

La falta de servicios y las dificultades para poder vivir exclusivamente del medio rural son los principales inconvenientes a los que se enfrentan y miran con asombro cómo las administraciones defienden programas para rehabilitar lugares despoblados sin que ellos hayan recibido ninguna facilidad para ello.

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Personas mayores que siempre han vivido en la aldea o que han regresado a ella tras emigrar al extranjero, jóvenes de origen rural al que les gusta ese modo de vida y hasta urbanitas que escapan de los grandes núcleos de población en busca de calidad de vida son los diferentes perfiles de los moradores de pueblos despoblados, de aldeas en las que conviven un puñado de vecinos en los municipios de Rodeiro, Lalín, Forcarei y Cerdedo- Cotobade que ofrecen sus testimonios en este reportaje.

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Vivir donde habita el olvido Bernabé / Javier Lalín

Las tres habitantes de Borrigueiro

Rosa María Fernández Paz, de 44 años, su madre, Alicia Paz, de 73, y su hija Alba, de casi 17, son las tres únicas personas empadronadas en Borrigueiro, un lugar de la parroquia de Portela en el municipio pontevedrés de Rodeiro. Por la semana ya solo viven allí las dos mayores, pues la menor está estudiando bachillerato en Lalín, donde reside de lunes a viernes con su padre.

Alicia Paz y su hija Rosa Fernández, únicas habitantes de Borrigueiro Bernabé / Javier Lalín

Alicia emigró con su marido a Francia, donde nació Rosa, pero regresó para atender a sus padres cuando la pequeña tenía tres años. Más tarde volvió su marido y crearon una explotación de leche que llegó a tener 28 vacas.

“Aquí vivo de maravilla; al tener coche puedo desplazarme para lo que necesito, pero si no lo tuviera no habría problema porque pasa el panadero y el pescadero”, comenta Rosa Fernández, que vivió un tiempo en un piso de Lalín al principio de su matrimonio, pero tiene claro que el campo es el entorno en el que quiere pasar su vida. Con el vecino más próximo a un kilómetro de distancia, comenta que la única pega es que “en casa tenemos animales más que nada para que nos mantengan las fincas, y si surge algún problema con ellos tenemos que llamar al vecino para que nos eche una mano”.

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Rosa acude todos los días laborables a Rodeiro, a seis kilómetros y otros tantos minutos en coche, donde trabaja en una cooperativa que vende productos agrarios a sus socios. Al contrario que otros habitantes del rural vaciado, disfruta de un buen servicio de internet y hasta ha podido teletrabajar un tiempo que tuvo que estar confinada. “La gente abandona el campo porque o tiene una explotación grande o se ve obligada a salir fuera a buscarse la vida”, explica. “Lo mejor es la paz y la tranquilidad; lo más duro es que a veces echas de menos tener una conversación con un vecino cuando no estás haciendo nada”.

Su madre, que está jubilada, pasa las mañanas entretenida en su huerta y por las tardes se va de paseo con otras vecinas de pueblos cercanos.

“La niña desde pequeña se relacionó con sus compañeros yendo a sus casas”. Ahora, ya de adolescente, no le supone un problema vivir apartada. “Es como yo, preferimos ir a verbenas al aire libre que meternos en un bar”.

Cavadosa suma su tercer vecino

Daniel Álvarez, de 35 años, contribuyó hace dos al aumento de población de Cavadosa, una aldea de Cerdedo-Cotobade hasta entonces habitada solo por dos mujeres: su abuela paterna, Lidia Caramés, de 84 años, y la única vecina de ésta y además madrina de boda, Alicia Barreiro, de 78. Los fines de semana la población aumenta porque otra mujer, Pilar Durán, los pasa en la casa que tiene ahí.

Daniel Álvarez, LidiaCaramés y AliciaBarreiro y PIlar Durán en Cavadosa. Gustavo Santos | // BERNABÉ/JAVIER LALÍN

Este trabajador de un supermercado en Pontevedra, a medio hora de su actual casa, vivía en Redondela con su pareja, que se dedicaba al ganado, sobre todo a cabras y ovejas. “Nos vinimos aquí porque mi abuela tenía fincas que podíamos usar y allí usábamos algunas prestadas por los vecinos”, comenta. Al principio pensó en restaurar una casa en la zona superior del pueblo, pero tuvo que abandonar la idea por el precio que pedían por ella y construyó una propia de aluminio, la número 18 de una aldea que en su época de mayor población, en la década de los 50, llegó a sumar 80 habitantes. Muchos emigraron a Brasil o a otras ciudades gallegas y no retornaron, mientras que los que se quedaron fueron haciéndose mayores y muchos fallecieron sin descendencia que se quedara en la aldea.

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“La gente de mi edad al saber que me trasladaba aquí me decía que estaba mal de la cabeza; me mudé un mes antes de la pandemia y todo el mundo me dijo ¡qué bien hiciste!”, comenta Daniel Álvarez, que los días que trabaja se traslada en coche a Pontevedra -media hora que se duplica en los días de invierno en que hay heladas-. No contempla poder vivir de una actividad agroganadera. “En un pueblo de al lado hay un padre y su hijo que tienen más de cien vacas y cabras y les da para vivir justo; cada vez hay menos ganado porque entre la cuota agraria y que cada vez pagan menos por la carne, no dan las cuentas”, comenta.

Las otras dos habitantes de la aldea no tienen que salir a trabajar cada día como él y, ya en edad de jubilación, ocupan parte del tiempo en las gallinas y cultivar fincas. Lidia, su abuela, conduce su coche para ir a Cerdedo al gimnasio y a clases de bolillos, además de apuntarse a todo cuanto viaje del Imserso ofrezcan.

"Suena de maravilla pero sé que aquí ha venido gente interesada en comprar y no ha encontrado nada: la mitad no están a la venta y las que sí están las ponen a precios que se van de madre"

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Daniel Álvarez, Lidia Caramés y Alicia Barreiro y PIlar Durán en Cavadosa. Gustavo Santos

Respecto a las posibilidades de que otras personas sigan su ejemplo y se decidan a repoblar el rural, Daniel se muestra escéptico. “Suena de maravilla pero sé que aquí ha venido gente interesada en comprar y no ha encontrado nada: la mitad no están a la venta y las que sí están las ponen a precios que se van de madre. La que quise comprar en un principio solo tiene cuatro paredes exteriores, se cayó el techo y no tiene suelo. Me pedían 36.000 euros y a eso le tenía que sumar el coste de levantar una vivienda”, comenta.

Además de medio centenar de casas de piedra abandonadas y deterioradas, Cavadosa cuenta con varios atractivos que menciona Daniel. “Aquí no me aburro, los fines de semana vienen mi madre y mi hermana con mis sobrinos a comer y otras veces recibo amigos que se quedan a dormir. Tenemos un río con una poza que es genial para bañarse y pasear”. Además, esta aldea es el fin de trayecto de una ruta de senderismo preparada hace un par de años que empieza en Cerdedo. Eso ha hecho que por el pueblo se vean de vez en cuando caminantes con sus mochilas que aprovechan el centro social del lugar (el antiguo teleclub) para descansar y comer. 

Una nueva familia en Limeres

“Nos gusta educar a nuestras hijas en un ambiente sano”. Así explica Ángel Pequeño, de 32 años, su decisión de irse a vivir al lugar de Limeres, un núcleo de siete casas habitadas de donde es su esposa, Diana Fortes, de 28 años. La pareja vive ahora en el centro de Cerdedo-Cotobade con sus hijas Ágatha y Erika, de tres y un año, y van a restaurar una vivienda antigua de la familia de ella a tres kilómetros de su actual residencia.

Ángel Pequeño, Diana Fortes y sus hijas con su vacas en Limeres. Bernabé/ Javier Lalín

Ángel, un marinense que trabaja de estibador en el Puerto de Vigo, del que le separan 50 minutos en coche, combina su empleo con la explotación ganadera que inició hace siete años en Limeres y que cuenta con 50 vacas de raza autóctona Caldelá y rubia gallega. “Esto tiene que gustarte, no da para alimentar a los cuatro, por eso yo seguiré con mi trabajo de estibador y la idea es que Diana pueda dedicarse a la explotación”, comenta. Pero el principal obstáculo para su proyecto es, según comenta, la dificultad para conciliar vida laboral y familiar en el rural. “La niña mayor ahora va a la guardería de 10 a 14 horas para relacionarse con otros niños, un horario que sería imposible de llevar si mi mujer trabajara fuera de casa. Entra el curso que viene en el colegio de Cerdedo e intentaremos que acceda al Plan Madruga para poder dejarla a las 8 de la mañana”, explica.

"Para que la gente de mi edad se quede en el rural, hay que dar servicios y actividades para los niños"

Ángel Pequeño, Diana Fortes, sus hijas y sus vacas, en Limeres. Bernabé/ Javier Lalín

Para este joven padre, “para que la gente de mi edad se quede en el rural, hay que dar servicios y actividades para los niños; si no la gente se va a Pontevedra donde hay más facilidad para mantener a los peques ocupados mientras sus padres trabajan”.

Convencidos tras el confinamiento

El confinamiento en el piso de Silleda supuso el empujón final que llevó a Laura Soso, de 32 años, y a Román Núñez, de 34, a decidirse a comprar una casa alejada que ya habían mirado y tenían la intención de adquirir. Actualmente este matrimonio, propietario de un restaurante en la parroquia de Laro, en Silleda, se encuentra rehabilitando su nueva propiedad, una casa de piedra de casi doscientos años en el lugar de Soutullo, en la parroquia lalinense de Anseán, que será el futuro hogar para ellos y sus hijas, de once y seis años.

Lara Soso y Roman Núñez junto a sus hijas en la aldea de Anseán en Lalín Bernabé / Javier Lalín

La familia vivirá apartada de la decena de habitantes que tiene la población, ya que la vivienda dispone de camino propio y está rodeada de una carballeira. “No le vemos ninguna incomodidad. Estaremos a diez minutos de Lalín, donde tenemos supermercado, ambulatorio y demás servicios; y Silleda, donde seguirán las niñas yendo al colegio, también está al lado. A nuestras hijas de momento le gusta porque pueden jugar y se van a pasear a los perros por los caminos, sin peligro de que haya coches”, comenta Laura Soso.

Lara Soso y Roman Núñez junto a sus hijas en Anseán, Lalín Bernabé / Javier Lalín

Reto: repoblar O Sixto

Marina Hernández, Marcos Navarro y el hijo de ambos, Oliver, de tres años, viven en una de las cinco casas habitadas de O Sixto, una aldea de la parroquia de Pardesoa, en el municipio de Forcarei. Dos de las cuatro viviendas restantes están habitadas por grandes dependientes, en otra hay una familia con una niña de seis años y en la última acaba de nacer un bebé.

Marina Hernández, Marcos Navarro y su hijo Olivier ante su casa en O sixto Bernabé / Javier Lalín

El matrimonio, de origen salmantino, llegó a “ese lugar envidiable”, según lo califica Marina, “gracias a la crisis inmobiliaria de 2008 que se alargó al 2010”, año en que a él, funcionario de Defensa, le trasladan de Tenerife a Pontevedra y tienen que vivir en principio de alquiler en Poio, pues el piso que tenían en Canarias “no valía ni la mitad de lo que habíamos pagado por él”.

Una búsqueda en un portal inmobiliario de casas en venta en la zona de Pontevedra les llevó a la vivienda que ocupan actualmente. Buscaban una casa típica gallega para rehabilitar respetando la estética originaria. “Era una de las más baratas, decidimos comprarla después de mirar varias y en 2011, mientras la estábamos reformando, destinan a mi marido a Bilbao y luego a Tenerife”, explica Marina. En 2016 la pareja vuelve a Pontevedra, con destino definitivo, y adquiere otra propiedad: un garaje con patio y horno antiguo que convierten en merendero y les sirve para dejar el coche, pues su vivienda no es accesible en vehículo. Y el año pasado se decantaron por comprar otra casa que rehabilitarán con la intención de alquilarla.

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“Me he propuesto poner O Sixto en el mapa aprovechando que el Camino de Santiago pasa por aquí, quiero que venga gente a vivir y que esto sea un pueblo y no la aldea abandonada que me encontré, dice Marina, que ya ha conseguido que un amigo de Tenerife adquiera una vivienda en el lugar y ha hecho, desinteresadamente, de intermediaria para vender otra a un irlandés. Esta joven, diplomada en empresas y actividades turísticas, ya ha ganado adeptos para su causa y formarán una asociación de vecinos. Pretende localizar y restaurar una neveira -construcción subterránea de piedra donde se almacenaba la nieve cuando no había hielo fabricado- y arreglar un camino. Ya ha conseguido que Patrimonio arregle el lavadero y le ponga una mesa y unos bancos. “Todo ha sido por iniciativa propia”, indica.

"No tengo internet aceptable ni médico todos los días. Hay cosas buenas en el día a día con la gente, pero los servicios básicos, como el transporte público, fallan"

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Marina Hernández y Marcos Navarro con su hijo Olivier en O Sixto Bernabé / Javier Lalín

Sobre la vida en el rural, esta vecina de O Sixto comenta: “No tengo internet aceptable ni médico todos los días. Hay cosas buenas en el día a día con la gente, pero los servicios básicos, como el transporte público, fallan. Tenemos un autobús que pasa dos veces al día y me tengo que desplazar a Soutelo de Montes, que queda un kilómetro cuesta a arriba, para cogerlo. Este entorno es maravilloso para Oliver, diagnosticado de TEA (trastorno del espectro autista) porque todo el mundo lo conoce, incluso en Soutelo, y él conoce a todos. El colegio al que irá el curso que viene se desvive por él. Tendrá una profesora para nueve alumnos, aunque nos denegaron un cuidador teniendo una discapacidad del 35% y grado 3 de dependencia. De todas formas, la adaptación le será más fácil que si estuviera en un colegio en Pontevedra con 25 alumnos por aula”, dice.

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