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Estela

“Encontré varios cadáveres”

El policía de origen gallego en los restos de las Torres Gemelas tras los atentados.

Once de septiembre 2001. Son alrededor de las 9 de la mañana en Nueva York -las 3 de la tarde en España-. El policía neoyorquino Carlos Fernández Quintana, de madre viguesa y padre de Astorga, estaba en su casa de la calle 66 con su esposa y su hija de cuatro años cuando recibe una llamada de su hermana que le dice que ponga la televisión porque un avión había chocado contra una de las Torres Gemelas. “Encendí la tele y poco después vi el segundo avión que se metió en la otra torre, así que le dije a mi hermana: ‘Márchate de la oficina -estaba en Manhattan- porque eso no es un accidente, es un atentado terrorista’”, recuerda veinte años después de aquel aciago día desde su casa de Pennsylvania, donde vive actualmente, ya retirado de su trabajo hace 16 años.

Carlos Fernández en la actualidad en su casa de Pennsylvania.

Ese día le tocaba turno de tarde y hasta las 14 horas no tendría que incorporarse a su puesto en la Comisaría 76 de Brooklyn, a tan solo kilómetro y medio del World Trade Center. “Mis dos hijos mayores, de 7 y 9 años, estaban en el colegio, así que le dije a mi esposa que fuera a buscarlos. Cuando vinieron los tres, les di besos a todos y le dije a mi esposa que no sabía cuándo volvería”, relata Carlos Fernández. Sobre las 9:45 salía de su casa antes de que sonara el teléfono requiriendo su presencia en dependencias policiales. Sabía que su labor iba a ser necesaria, como poco más tarde lo corroboraban las palabras de su sargento: “Movilización general, ni un policía en pie fuera de servicio”.

Fernández Quintana con su uniforme de policía en 2001. Ana Rodríguez

Ya en la comisaría del norte de Brooklyn los superiores estaban asignando misiones a sus 175 agentes. A Fernández Quintana y otros ocho los enviaron en un primer momento a desbloquear el tránsito y mantener cierto control dentro del caos reinante en una zona cercana al túnel que conecta Manhattan con Brooklyin. Al principio estuvieron en un área cuyos establecimientos habían cerrado para evitar pillajes de delincuentes. Cuatro o cinco calles antes de llegar al lugar donde estaban las Torres Gemelas ya se veían los cuerpos de las personas que se habían arrojado antes del derrumbe. La visibilidad era escasa debido al polvo que caía como nieve y el suelo temblaba como si hubiera un terremoto por el derrumbe de los edificios atacados. “Es como si se hubiera caído un barco del cielo. La gente estaba en shock, intentando coger agua para limpiarse los ojos, la boca y la nariz. Muchos tuvieron que ir al hospital porque no se podía respirar”.

En la zona cercana al túnel, el agente de origen gallego ayuda a desbloquear el tránsito para permitir que circulen ambulancias y camiones de bomberos. “Había más de doscientos coches atrapados allí, ayudamos a salir a sus ocupantes y después retiramos los vehículos para dejar la zona despejada”, explica. Por la calle de vez en cuando oye a alguien que le dice: “Que Dios te bendiga”. En medio del pandemónium los policías y los bomberos transmiten tranquilidad y cierta sensación de seguridad. “En esos momentos no puedes pararte a pensar en cómo te sientes tú ni en lo que ha pasado; sólo ves personas delante que necesitan ayuda y haces lo que tienes que hacer”, explica el policía jubilado. “No te puedo decir si estábamos formados para algo así, aunque después de los atentados sí recibimos entrenamiento para ello”, manifiesta.

La jornada laboral de ese día se prolonga durante 36 horas. De vez en cuando llama a su mujer para calmarla y decirle que se encuentra bien. La mayor parte de la población se recluye en sus casas pegada a la televisión, donde las imágenes que se emiten son dantescas, propias de las películas norteamericanas de catástrofes a menudo ambientadas en la Gran Manzana. “Temíamos más ataques y pensábamos que iban a ser a comisarías de policía. Por eso en los tejados de los cuarteles pusieron a tres o cuatro agentes con rifles y precintamos las entradas, pidiendo identificación a todo aquel que quisiera acceder”, comenta Carlos Fernández.

Horas más tarde le envían con otros 20 compañeros a un nuevo destino, esta vez el Long Island College Hospital, donde realiza labores de identificación de los policías, bomberos y ciudadanos que van llegando. Pasan un total de 211 personas, unos quemados, otros con roturas óseas, muchos con intoxicación en diversos grados por las nubes de polvo que cayeron sobre la zona de impacto. En las ambulancias llegan también miembros seccionados del cuerpo, como un brazo de un bombero que se aferra a su casco. No reconoce a ningún conocido en el hospital, aunque entre las víctimas mortales de ese día si perdió a tres amigos bomberos que estaban subiendo por las torres antes de que se derrumbaran.

Precisamente los escombros de lo que había sido uno de los símbolos de la ciudad de Nueva York se convierten en el lugar de trabajo de Carlos Fernández durante los cinco meses siguientes al atentado. Entre los restos tóxicos bomberos y policías trabajan en silencio con sus palas, los primeros días intentando encontrar a alguien con vida, luego embolsando restos de cadáveres que iban apareciendo: una mano, un brazo, un pie, una pierna. “Los escombros llegaban a una altura de entre cuatro o cinco pisos. Piensa que las torres medían 1.400 pies de altura cada una. Afortunadamente se desplomaron rectas, si hubieran caído inclinadas hubiera sido peor”, dice Fernández Quintana, quien añade que de haberse producido más tarde el atentado se habrían multiplicado las víctimas mortales. “La mayoría de la gente que trabajaba en las Torres Gemelas entraba a las 9:30 en las oficinas. Si hubieran atacado después de las 9 podría haber entre diez o doce mil muertos”, comenta.

A diferencia de otros compañeros que tuvieron que acudir a psicólogos y psiquiatras por lo que tuvieron que presenciar ese día y los posteriores, Carlos Fernández asegura que no tiene secuelas psicológicas ni pesadillas. “Claro que me ha marcado, sino me hubiera afectado es que estaría muerto. Es algo en lo que pienso mucho y nunca se me va a olvidar. No quise ni quiero ver noticias ni programas sobre lo que pasó. Tampoco he vuelto a la zona, ni siquiera ahora que está terminada. Ya estuve 440 horas allí metiendo bastantes bomberos y tres policías en bolsas”.

Respecto a cómo cambió ese atentado la vida en Nueva York, este policía jubilado lamenta el “olvido” de la mayor parte de la población. “Después de dos o tres semanas la gente ya se estaba quejando de que estuvieran las carreteras cortadas y culpaban a la policía. Se olvidaron pronto de que hubo un ataque terrorista en el que murieron tres mil personas. Solo se acuerdan los familiares de las víctimas, a las que este año la ciudad de Nueva York no les va a hacer un homenaje porque dicen que no hay dinero para una ceremonia”.

Entre los recuerdos de esos días que más le remueven está el de un grupo de ciudadanos de origen árabe que salieron a la calle en Brooklyn con la bandera de su país, cree recordar que es Siria, celebrando la caída de las Torres Gemelas. “Ver eso es como si te clavan una navaja en el corazón, pero ¿qué vas a hacer? Eres policía y tienes que proteger a todos, incluso tuvimos un policía vigilando día y noche la tienda y la casa en el piso superior de esa familia para evitar que alguien les atacara”, dice.

Carlos Fernández se retiró de la policía cuatro años después de los atentados y después de veinte años de servicio. Sus últimos cinco en el trabajo desempeñaba tareas de oficina en la comisaría. Aceptó ese destino por su esposa e hijos. Ya había pasado quince años de actividad , tanto patrullando como en grupos de lucha contra la droga, vestido de paisano e infiltrado “con barbas y pelo largo”, recuerda. “Nunca tuve miedo a la calle”, asegura. Pero sí teme que algo como lo sucedido el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York pueda volver a ocurrir. “No sé si en Nueva York, en Europa o Sudamérica, pero con lo que está pasando en Afganistán, puede haber otro ataque terrorista”, dice.

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