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Galicia: la Vía Láctea de la saudade (I)

La verdadera patria es la infancia

El escritor Alfonso Armada inicia un Camino en forma de serie por el territorio de su infancia

Alfonso Armada abraza un eucalipt en el pazo de Rubiáns (Vilagarcía) María Ozores

Cuando metía las manos en el fuego mi abuela Emilia no se quemaba. Cuando le hacían fotos trataba de hurtarlas, como si le avergonzaran esas manos que eran una enciclopedia del trabajo, de la tierra, de las peras de San Juan, de las conversaciones con las gallinas y los cerdos, del maíz debrullado… Y de las jalletas de coco que escondía para que los nietos acabaran siempre encontrándolas en una caja de latón que encerraba el mayor tesoro que hemos buscando nunca. La añoro como añoro el mar de Vigo sobre todo cuando el invierno lo encrespa de borregos, la lluvia de Coia contra los árboles desnudos que parecían implorar piedad, un cielo pizarroso o azul celeste en una infancia sin fin, y los tranvías blancos y llenos de ámbar al atardecer, a pesar de que nos llevaban al colegio. La añoro como el humo provincial sobre el que cantan los gallos de Olvido García Valdés en un poemario que es ahora mismo un acto de fe: Confía en la gracia.

  • “He hecho un viaje íntimo por Galicia para intentar hablar con el niño que fui”
    El autor vigués ha realizado un recorrido íntimo durante un mes por su tierra natal, donde no vive desde hace 40 años, para narrar su experiencia en una serie de 26 reportajes que se publicarán en el suplemento Estela de FARO DE VIGO.

No he dejado de confiar en esa gracia que no forma parte de la conversación general del mundo. Pero creo que si me ha alumbrado a lo largo de la vida ha sido por el ejemplo y las enseñanzas de mi abuela materna y de todos los que me han ido arropando y acompañado hasta esta página del FARO DE VIGO, que fue mi primer pupitre público: en él hice mis primeras prácticas.

  • “Esta sociedad genera negacionistas de la realidad”
    Acostumbrado a vivir a caballo entre la literatura y el periodismo, Alfonso Armada (Vigo, 1958) opta,en ocasiones, por fundir en una sus dos devociones para legarnos libros como este

Al FARO (tantas resonancias de Virginia Woolf en las olas) ya me asomaba con curiosidad insaciable y de rodillas en una silla en la gran mesa del comedor del número 55 de la calle de Núñez de Balboa, donde pasé junto a nueve primos carnales no sé si los mejores años de mi vida, pero sí los más inocentes.

Los primos, en casa de la abuela Emilia A.A.

Mi lado más amable nació en ese tiempo y en ese espacio, aunque no haya dejado de cambiar (no siempre a peor) desde que el 12 de septiembre de 1958 me nacieran en una preciosa casa algo más arriba de Núñez de Balboa, en la plaza de la Consolación, cuando Coia tenía palco de música y alameda en la que convivían vacas y vecinos. Si la infancia es un país entonces era la casa de la abuela Emilia. ¿A ese país quiere volver este viaje? Sí, pero sin nostalgia.

Emilia Mallo Hermida, mi abuela materna A.A.

¿Dónde reside la gracia? Acaso en la Escuela Lírica de Caminha de la que escribe un portugués que siempre he sentido como si fuera un tío lejano, Eça de Queirós, en su tristísima Os Maias, una novela que me bebí como se bebe el vino del país, algo de niebla y amargor hecho de mimbres que no han secado bien, los que mi abuela apañaba como una tarea más: daban sentido a una vida para la que no necesitaba pararse a pensar. Por eso cuando llegó su hora dijo que no quería vivir más. No quería ser una carga para nadie. Nunca lo fue. Y se apagó como vivió: sin estridencias. Como una luz de invierno, su gracia me baña las manos. Con el vimbio nos azotaban nuestras madres (“a la noche se pescan los pájaros”) cuando nos lo habíamos ganado a pulso. No parece que hayamos quedado traumados por el leve látigo vegetal en nuestras nalgas. Emilia se limitaba a vivir con todas las consecuencias, incluso cuando se deshacía el sempiterno moño para lavarse el pelo y después peitearse a orillas de la máquina de coser, junto a la ventana que daba al patio de cemento, donde llovía como sólo llueve en el pasado y en las novelas y la infancia era eso: mi abuela, con las manos escoriadas de hablar de tú a tú con la tierra y los animales, de explicarse con el fuego. Peinándose la larga cabellera de plata quemada, agachada por las horquillas, sin que sus ojos dejaran de mirarme como nadie nos ha mirado nunca, a mis primos y a mis hermanos, en aquella república de las hogueras, los nogales, el manzano de la Consolación, la higuera de las brevas y su espantapájaros de latas y bidones, los maizales, el tiempo inagotable… Cuando nos pasábamos temporadas enteras en las ramas contemplando el cielo nocturno, la Vía Láctea desde el cenador, haciéndonos las mismas preguntas que ahora, más de medio siglo después, nos seguimos haciendo, aunque con menos urgencia e intensidad. Como niños eternos y perplejos. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Para qué estamos aquí? Ni siquiera la vecindad del océano nos ayudaba a encontrar una respuesta que llevarnos a la cama cuando éramos buenos, y cuando ya hemos conocido la muerte de seres muy queridos, y cuando he tenido la mala fortuna de verla de cerca porque cuando me hice periodista y empecé a escribir en FARO DE VIGO no sabía que también iba a tener que acercarme al dolor de los demás en Sarajevo, en Ruanda, en Nueva York…

Cuando era bueno e indcumentado Arch. A

Si consigo anclar buena parte de mis recuerdos a edad muy temprana es porque entre el nacimiento y los dieciséis viví en tres casas distintas en un radio de dos kilómetros, siempre en Coia, y porque fui un privilegiado: en las tres había tierra alrededor para jugar al escondite, subirse a los árboles, intimar con los animales. Y hay además fotos que permiten acotar esas tres primeras estancias en la tierra, que los que han explorado los laberintos de la memoria dicen que son los que forjan nuestro carácter y nuestra manera de ser. Mi infancia son recuerdos de una casa con tejado rojo y el espíritu burlón del arquitecto: a las habitaciones, que estaban en el piso superior, había que subir por una escalera exterior, a la carrera cuando llovía (como en las casas rústicas de Borgoña y Normandía). A partir de los siete años (porque el incipiente polígono de Coia se llevó por delante aquella casa y la huerta que la rodeaba) nos mudamos a la casa de la abuela Emilia, en Núñez de Balboa, donde vivían dos de las hermanas de mi madre, y de esa época recuerdo que la temporada de juegos era infinita (guerras de terrones y manzanas, volcanes alimentados con páginas arrugadas del FARO, fumatas a escondidas de los Ideales del abuelo o con barbas de maíz y de nuevo el FARO como infumable papel de fumar), las Navidades multitudinarias y la fe indesmayable en los Reyes Magos: no en vano Emilia se encargaba todos los diciembres de cortar el tupido cañaveral que crecía a espaldas de la casa “para que pudieran pasar los camellos y los magos”. La tercera, el chalet que construyó mi padre en terrenos heredados por mi madre en el Camiño da Raposa, para la familia nuclear, es la de la enojosa adolescencia. Por aquel camiño bajaban rebaños de ovejas y las farolas tenían bombillas tan raquíticas que las silvas proyectaban maravillosas sombras espantosas.

Pasé brevemente por el Labor antes de desembocar, como otros hijos de la burguesía viguesa, en Montecastelo, colegio vinculado al Opus Dei, en el que sufrí y aprendí de lo lindo, y enraizó mi fe, hasta el punto de que llegué a convencerme de que sería misionero en África. Creo que esa doble fascinación (religiosa, que no por el Opus, que nunca me gustó, y por el continente negro) venía de una avidez lectora que no sé muy bien cómo surgió, porque en mi casa apenas había libros. Las colecciones de Julio Verne, Emilio Salgari y Edgar Rice Burroughs que atesoraba mi primo Camilo en preciosas ediciones de tapa roja, y que devoré, afiebraron mi imaginación. Antes de conseguir que mi padre me comprara mis primeros libros (recuerdo vivamente la noche en que llegó con una caja en la que, además de varios ejemplares de la colección Austral –un Pío Baroja, un Robert Louis Stevenson–, destacaba el inmenso diccionario encuadernado en piel de la Real Academia Española, que guardo como un incunable) saqueé las bibliotecas de mis primos. Me leí todo lo que estaba a tiro. Libros y periódicos empezaron a ser mi dieta favorita, y por eso me gustaría recordar a Pedro Pereira, profesor de Lengua y Literatura en Montecastelo, que fue quien me mostró que las palabras podían ser una forma de ganarse la vida. Y por seguir con la prehistoria, ante el tema ¿qué te gustaría ser de mayor?, que propuso el concurso de redacción de Coca-Cola, elegí periodista, sin saber muy bien qué era eso. Lo descubriría mucho más tarde gracias a un compañero de El País: “un sacerdocio”. Todo está relacionado.

Aunque provocativamente he llegado a decir que era ateo “gracias al Opus Dei” si algún día escribo unas memorias a la fe de la infancia y la idea de Dios tendría que dedicar un larguísimo capítulo. Este cuaderno de un retorno al país natal (como el gran poemario de Aimé Césaire: “de pie ante el timón/ de pie ante la brújula/ de pie ante el mapa/ de pie bajo las estrellas/ de pie/ y/ libre”) quiere ser una conversación con el niño que fui y con una Galicia que ya no existe, pero también la exploración de una nación mutante, estibada a babor, sobre la costa, con un interior salvaje, desconocido, despoblándose a velocidad vertiginosa. Un país que no comparte las obsesiones identitarias, narcisistas y estériles de otros territorios peninsulares, y que trata de seguir siendo un sitio distinto mientras el mundo se va consumiendo, caldeándose, y el telón de grelos va siendo perforado por las autovías y los trenes lanzados a toda velocidad hacia un tiempo incierto al que solíamos llamar futuro.

El chuvias de mi padre en aguas escandinavas A.A.

Dios ha sido una presencia constante en este viaje. Tal vez porque el camino de Santiago está en el origen de esta emocionante invitación del FARO. Partir de la peregrinación que Álvaro Cunqueiro emprendió el remoto año santo de 1962 en Pedrafita do Cebreiro con el inolvidable Magar como fotógrafo y a bordo de un Seiscientos llamado don Gaiferos. Viaje espiritual y periodístico, el cronista, después de más de cuarenta años de exilio voluntario en Madrid, espantosamente lejos del mar, empieza a pensar que tal vez ha llegado la hora de volver. Pero volver ¿a dónde? Antes se impone una evocación del propio Cunqueiro y de mi padre, Cholo Armada, y de un error irreparable.

La distancia política con mi padre encontró en Santiago de Compostela pólvora y magnolias. (Allí descubrí también, gracias a Agustín Magán y a Ditea, dos amores que no sabía que me estaban esperando: el teatro y el gallego, que en mi casa apenas se hablaba, pero que era la lengua de mi abuela Emilia, aunque ella decía que mejor nos iría si en vez de gallego “aprendéramos alemán”). Las discrepancias no dejaron de crecer hasta el punto de que puse tierra por medio entre otras cosas por lo que creía (durante muchos años he sido un majadero) coherencia radical. También en eso me parecía a él: ser consecuente con las propias ideas cueste lo que cueste. Renegué del Náutico (cuando él era comodoro), de la vela (fue campeón de España de la clase Snipe en tres ocasiones y de Europa en una: guardo el cristal de roca que fue su trofeo. Espero que a mis hermanos no les importe), de su sufrido Celta (así lo acabé contando en El Celta no tiene la culpa) y de todo lo que él representaba, hasta la boutade final de decirle en su despacho del astillero que fundara su padre (Ángel Armada Armada, carpintero de ribera) que si me lo dejaba en herencia acabaría repartiendo las acciones entre los obreros.

Imagen del astillero familiar en Beiramar Eduardo Armada

Precisamente porque no estudiaba (Franco todavía estaba en este mundo) y me dedicaba a la política y al teatro, me escapé de casa en dos ocasiones porque quería: “ser feliz” y “ser un obrero”. En aquel entonces mi padre solía ir “de chiquitas” con Cunqueiro, y yo, pobre de mí, nunca le pedí que me invitara a conocer al padre de Merlín. Y fue precisamente Cunqueiro el que le dijo, ante mis veleidades periodísticas, que no estudiara el oficio, sino que hiciera “una carrera como es debido, Filosofía y Letras, Geografía e Historia…”), y luego ya aprendería en un periódico. No le hice caso. Es decir, sí se lo hice: empecé Filología Germánica en Compostela y acabé escapándome a la Posada del Salat, en Les Borges Blanques, Lleida, para trabajar de camarero. Interpreté el papel del hijo pródigo, cambié de carrera, empecé Historia. Pero volví a escaparme por segunda vez: esta vez mi destino era el más lejano imaginable: las antípodas. Nueva Zelanda. Llegué primero a Heemskerk (en Holanda, donde me acogió una familia de emigrantes gallegos y acabé limpiando con entusiasmo una fábrica de harinas y de piensos), después Copenhague (a la Christiania hippy y maloliente), y en autoestop. Luego, tras el segundo retorno, fracasos diversos (no llegué a Nueva Zelanda), y trabajar como oficinista en el astillero familiar, llegué a un pacto con mi más que paciente padre. A título póstumo lo digo. Fue gracias a la intercesión del padre de uno de mis mejores amigos, y uno de los más apasionados viguistas que he conocido nunca: Manuel Alonso Macías. Estas fueron las condiciones: abandonar el teatro (uno de los fracasos fue el examen final para ingresar en la Real Escuela Superior de Arte Dramático), vivir en un colegio mayor (sería el San Pablo, donde acabaría haciendo algunas de las amistades más íntimas de mi vida) y estudiar (por fin) periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Aunque no me ha ido mal (trece años en El País, cinco como corresponsal para África, y diecinueve en Abc, siete como corresponsal en Nueva York), tengo que volver a darle la razón a Cunqueiro. Demasiado tarde. Si volviera a nacer volvería a ser periodista, pero acabaría antes Filosofía e Historia. No me hubiera venido nada mal.

Tras rendir tributo bajo el Pórtico de la Gloria al apóstol que llegó en una balsa de piedra, el viaje tratará de reseguir los fractales de la costa gallega y sus fronteras interiores y exteriores, con hitos y calas en Noia, a Costa da Morte, Carballo, A Coruña, Bergondo, O Ferrol, Estaca de Bares, Viveiro, Mondoñedo, Lugo, Gromaz, O Pedregal de Irimia, Galegos, Parada do Courel, Ourense, Verín, O Carballiño, Ribadavia, A Guarda, Gondomar, Vigo, Bueu, Pontevedra, Caldas de Reis, Vilagarcía de Arousa y Padrón. Una topografía íntima que se irá explicando poco a poco. Y de compaginar historia y paisaje, personajes insólitos apegados a la tierra y al mar, literatura y misterio... Si el viaje empieza con una mujer, Emilia, terminará con otra, Rosalía.

Una hortensia para Cunqueiro, en su última Morada en Mondoñedo A.A.

Cunqueiro estará muy presente desde los primeros pasos, pero en la maleta llevo como un buen lastre la pesada Galicia. Guía espiritual de una tierra, de José María Castroviejo, en cuyo pórtico escribe: “Existen pueblos anclados, pueblos que ignoran la geografía, se ha dicho, tal vez felices ante el reposado recreo de su propia forma. Otros son, en trueque, un constante peregrinar en torno a sí mismos, y por los caminos del mundo después, lo que no deja de ser un gran pretexto para morirse luego de amor con el ansia del retorno. A esto último llamamos saudade, sin la cual no comprenderíamos nunca el paisaje y el alma de Galicia, que es ensoñación de su propio paisaje”. Y por supuesto la minuciosa Guía de Galicia, de Ramón Otero Pedrayo: “No se le busque como parque de recreo, o con sentimientos y afanes de turismo. Hace falta un espíritu peregrino para sentirlo y sorprender una belleza recóndita que pocas veces se acompasa con el concepto de lo bonito, de lo tranquilizador, que se busca en los bellos paisajes”. Galicia es otra cosa, y ese sentimiento geográfico irracional se ha visto reavivado como una hoguera interior por este viaje solitario entre la gente. Esta Galicia, vía láctea da saudade se quiere preguntar también por un fervor luso. Caminha me atrae. A menudo bromeo con toda seriedad que me gustaría ser portugués: en parte por mi cansancio de este agotador y estéril debate a cara de perro sobre la historia y el ser de España, con sus fatigosos nacionalismos periféricos.

El cinerama del Museo do Mar A.A.

No se trata de una guía sino de redescubrir un lugar paradójico, fascinante, que se asoma a este siglo XXI con la curiosidad y la voluntad de ser sin abrir brechas con el resto de España ni desdibujarse del todo. Tarea digna de un niño viejo que duda en medio de una escalera de piedra que lleva al cielo, esa Vía Láctea donde el señor Cunqueiro lee el destino de sus criaturas, de la lluvia, del vino, del marisco y las manzanas. Ah, y con el mapa de Domingo Fontán en la cabeza. Me lo encontré, reproducido a escala, en dos estancias bien diferentes y complementarias: la Real Academia Galega, en A Coruña, que ocupa la que fuera casa de doña Emilia Pardo Bazán, y la estación de O Ferrol, de donde arranca uno de los trenes más olvidados e íntimos de la península: el Ferrocarril de Vía Estrecha. De Fontán (topógrafo y catedrático de “matemáticas sublimes” en la Universidad de Santiago) escribe Miguel Anxo Murado en Otra idea de Galicia, uno de los más lúcidos ensayos que nos explican lo que somos a los que no acabamos de creernos lo que vemos y mucho menos lo que sabemos: “que se sepa, fue la primera persona que recorrió Galicia a pie. Toda Galicia, sin la excepción de un solo pueblo. Lo hizo para llevar a cabo la gran obra de su vida: el primer mapa topográfico y trigonométrico moderno del país (…) a lo largo de sus diecisiete años de recorridos solitarios a pie y a caballo llegó a conocer personalmente a casi todos los gallegos vivos en aquel momento [terminó su proeza en 1834], además de todos y cada uno de sus pueblos, valles, ríos y montañas”. A su bendición, donde quiera que esté, me encomiendo.

A modo de aviso para lectores y caminantes, este recorrido de palabras e imágenes es fruto en realidad de tres viajes. Dos celebrados en los meses de octubre y diciembre de 2018 entre los Ancares, Ourense, Verín y la frontera portuguesa, en otoño, un tiempo en que, como se lee en Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, de Castroviejo y Cunqueiro, la luz es más consustancial al alma del país, que está hecha de ponientes, matices de humo que es niebla y seda violácea, de lluvia que hace que el paisaje esté plagado de dioses húmedos y feraces, y no se sepa muy bien dónde tiene la muerte sus lindes y donde la vida juega a la pita venenosa y cordial. Estos dos primeros viajes se hicieron en coche, con Corina Arranz y su cámara al volante. El tercero, el definitivo, la gran corrida largo tiempo demorada por desaires de la salud y una malhadada pandemia, se cumplió por fin este año santo de 2021 a lo largo del mes de agosto por buena parte del país, y casi siempre en autobús y tren (nunca aprendí a conducir). Y solo. Porque un viaje como este invita a la peripecia interior, a la meditación del paisaje, a la escucha del corazón atento.

En un artículo titulado Ríos invisibles mi amigo el novelista Andrés Ibáñez glosa a Simone Weil. En Acerca de la mecánica ondulatoria, “la pensadora francesa afirma que no puede concebir de ningún modo una realidad hecha de cosas separadas”. Este viaje intenta unir tímpanos, bosques, bouzas, brañas, aldeas, villas, cabos, playas, montes, ríos, ensenadas, pedregales, acantilados, senderos, corredoiras, vientos, aguaceros, noches, vidas, memorias, sensibilidades, recuerdos separados. Con la ayuda de contemporáneos y antepasados, poetas como Uxío Novoneyra o picapedreros celestiales como el Maestro Mateo. Cita también Ibáñez al escritor en el que me sumergí después de agotar a Salgari y a Verne, Franz Kafka. Junto a la de Emilia, y desde que empecé a estudiar periodismo y hasta ayer mismo, la del joven Kafka custodia mis sueños como un recordatorio. Dice Kafka que “existe un secreto, pero no un camino”. A lo que Ibáñez añade que los poetas unen, no separan: “Las cosas se vinculan unas a otras y no existen en el vacío, sino en grandes ríos invisibles. ¿Ríos de qué? Ah, pero esto hay que decirlo casi en susurros: ríos de sueños. Ríos de conciencia”. Y en ese sentido el Miño y los mil ríos que riegan este inextricable país del noroeste atlántico nos vinculan, nos mantienen vivos, riegan nuestro cuerpo y nuestro espíritu, y nos sirven de metáfora Galicia adentro. Este viaje de retorno al país natal es una elegía, es decir, un ejercicio de saudade, de melancolía, pero también una forma de preguntarse en voz baja por el sentido de la vida. No he dejado de confiar en esa gracia que no forma parte de la conversación general del mundo.

Primos en casa de la abuela Emilia A. A.

Pero creo que si me ha alumbrado a lo largo de la vida ha sido por el ejemplo y las enseñanzas de mi abuela materna y de todos los que me han ido arropando y acompañado hasta esta página del FARO DE VIGO, que fue mi primer pupitre público: en él hice mis primeras prácticas. Al FARO (tantas resonancias de Virginia Woolf en las olas) ya me asomaba con curiosidad insaciable y de rodillas en una silla en la gran mesa del comedor del número 55 de la calle de Núñez de Balboa, donde pasé junto a nueve primos carnales no sé si los mejores años de mi vida, pero sí los más inocentes. Mi lado más amable nació en ese tiempo y en ese espacio, aunque no haya dejado de cambiar (no siempre a peor) desde que el 12 de septiembre de 1958 me nacieran en una preciosa casa algo más arriba de Núñez de Balboa, en la plaza de la Consolación, cuando Coia tenía palco de música y alameda en la que convivían vacas y vecinos. Si la infancia es un país entonces era la casa de la abuela Emilia. ¿A ese país quiere volver este viaje? Sí, pero sin nostalgia.

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