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GALICIA: LA VÍA LÁCTEA DE LA SAUDADE (V)

Noia, donde los muertos se asoman a los vivos y los vivos a los muertos

Nichos en el cementerio noiés A. A.

Ha tenido que pasar una vida entera para que por fin visitara en el cementerio compostelano de Boisaca la tumba de don Ramón María del Valle-Inclán. Mientras recorrí media Europa, salvé la tapia del cementerio alemán de Praga, y rendí un íntimo homenaje a Franz Kafka. También visité el jacigo de la abuela de Fernando Pessoa, donde tuvo sus dimes y diretes en la timba del más allá, antes de que trasladaran al poeta al Monasterio de los Jerónimos en Belém y dejaran a la abuela sola con sus otros compatriotas de ultratumba. Dudo mucho de que la nueva cama de mármol, como una nevera eterna, sea domicilio más confortable para el autor del Libro del desasosiego. Y lo mismo podríamos decir de ese Panteón de Galegos Ilustres que infructuosamente intenté visitar en el Convento de San Domingos de Bonaval de Compostela. Dudo mucho de que Rosalía de Castro o Alfonso Daniel Rodríguez Castelao puedan ahí conciliar sueño alguno. Pero me hubiera gustado poder rendirles un silencioso homenaje, a ellos y sobre todo a Domingo Fontán, a quien este viaje que ahora empieza a apurar el mapa y a aplanarlo sobre las rugosidades del paisaje, la orografía, la costa estriada, debe tanto.

Vuelvo a Otra idea de Galicia, de mi admirado, y siempre bienhumorado, Miguel-Anxo Murado (como Cunqueiro, nunca sé cuando lo que dice va a misa o es pura fantasía), y a lo que explica de nuestro geógrafo fundacional: “Raramente habrá habido una comunión más completa entre una persona y un territorio, entre un estudioso y su objeto de estudio, entre un habitante y su país. Más aún: a todos esos lugares que visitó, Fontán les tomó la medida, literalmente, poniéndolos (también literalmente) en el mapa, componiendo de ese modo lo que Álvaro Cunqueiro llamó, en tonos líricos, el rostro del país”. Aunque el mapa de Fontán es utilísimo, y debería estar en todas las guanteras emocionales del país, de él se podría decir, forzando la suerte, que tiene algo de aquel del que se burlaba Borges, que era tan preciso que calcaba la propia realidad, de tal manera que la única guantera donde guardarla era el propio mundo. Es decir, no había mapa, solo verlo con los pies, caminándolo, de ahí que aquel mapa tan exacto de un imperio acabara siendo, por su inutilidad, ruina. Así lo descifra Borges: “las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del Sol y los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos”. En el caso de nuestro inestimable cartógrafo y matemático, apunta Murado, el mapa del país “lo levantó porque estaba convencido de que no se podía comprender Galicia sin un conocimiento profundo de su geografía, empezando por su mapa. Confeccionando el suyo, Fontán localizó, por ejemplo, más de cuatro mil iglesias que no habían sido catalogadas. (Pocas cosas se le pasaron a don Domingo, salvo, curiosamente, su propio pueblo natal, Porta do Conde, que tuvo que añadir apresuradamente al mapa ya grabado…)”. Google y otras borgianas herramientas nos han hecho creer que todo está documentado, registrado, enlistado, alistado y alisado, y no es así. Me doy cuenta ahora, cuando tengo que hacer un recorrido que sea posible, arrastrando una maleta que no es una mochila, en la que en vez de piedras llevo libros, y sin la posibilidad material de seguir todos los desvíos que me salgan al paso, que es un juego, acaso también borgiano, al que me había prometido jugar algún día. Pero no será en este viaje.

Lo que soy no lo sé ni siquiera cuando me dejo decir por el pequeño caudal del Sar en el que me disuelvo cuando eludo preguntarle a mi amiga Carmen Mejuto qué recuerda de lo que era yo, qué recuerda de lo que ella era cuando Compostela tenía la edad de nuestra primera juventud. En la Colegiata del Sar hablo con San Brais y con el chafarís del claustro. En Boisaca hablaré con Valle en su cama de granito con almohada de gardenias. Es así como huyo a Noia, para tener una noche de hostal tan extraviada como tantas. A las cinco da madrugada, noche cerrada, sigo intentando cumplir conmigo.

“Noia pudiera ser interpretada como una pequeña Compostela ojival, feudal, escolástica de agudos argumentos, como lanzas”. Eso dice de mi siguiente estación Ramón Otero Pedrayo en Galicia. Una cultura de Occidente, y tiene todo el sentido haber salido de Santiago hacia este primer atisbo del mar. Aunque en Noia el océano se aleja tanto cuando baja la marea y deja un fondo tan negro que uno piensa que a este mar no había que venir. Pero subirá porque todo lo que baja sube y parecerá que todavía podemos navegar. Otero Pedrayo, que con cada página me hace añorar no haber pasado por Trasalba en mis fugas tempranas de Galicia, para que al calor de su pazo y de su biblioteca me alumbrara en mi vía láctea particular, escribe que el partido judicial de Noia abarca toda la península de Barbanza, con lugares tan entremetidos para mi memoria como A Pobra do Caramiñal, que es como decir Sabela H. Fue uno de los amores que más me hicieron temblar de emoción, quizá porque mi carne y la suya eran muy tiernas. Le acabé perdiendo la pista porque uno no siempre está a la altura de lo que esperaba ser cuando era niño y se creía fundamentalmente bueno, como en la vieja iglesia parroquial de Coia, donde el inolvidable don Isaac fungía como uno de los mejores pastores de almas que he conocido. En esa iglesia que ocupó una planta que fue o sería ferretería soñé mi primer amor: era una virgen preciosa que se quedaba siempre de pie junto al confesionario y a la que nunca me atreví a dirigir la palabra. ¿Marilina? Pero el amor de y por Sabela H. fue bien cierto, carnal, efímero, y me hizo recorrer el triángulo entre Vigo, A Pobra y Santiago en más de una ocasión. Aunque todo naufragó como naufraga indefectiblemente la memoria, quisiera aquí grabar en la piedra musgosa un recuerdo para ella, ahora que los dos nos hemos ido haciendo astillas. Espero que de aquella ternura y de aquel deseo quede un mar de ardora como en los fervientes poemas que le dediqué en creo que mi primer libro: Escuma dos dentros. Poemas 1975-1983.

Anota el minucioso geógrafo que sobre todo fue Otero Pedrayo, hijo predilecto de Fontán, que Noia se alza sobre “la última ensenada de la ría a que afluye el río Traba, entre hermosas colinas (San Lois, San Francisco, San Roquiño) y lugares (Obre, Chainza) no lejos de la embocadura del Tambre; paisajes matizados y hermosísimos. La vida del mar deserta poco a poco del puerto y sus bellos malecones, sólo accesibles en las mareas altas”. Me alegra comprobar que mi conversación silenciosa con el cormorán nada más llegar no iba descaminada. Así emprendo el asalto a la urbe de buenas piedras y mejores fincas: “Casas señoriales de severos muros rotos por elegantes ventanas ojivales, de altos soportales apuntados; casas burguesas que recuerdan la prosperidad mercantil de la villa, y pazos señoriales, se conjugan con los sectores modernos en un ambiente sereno y noble”. Me gusta leer estas viejas guías sabias y sobreimpresionarlas, como si de un ciclópeo papel de cebolla se tratara, para ver con los ojos que fueran vistas el paisaje demudado de hoy, en el que la retina y la memoria se disputan, como la realidad y el deseo de Luis Cernuda, lo que fuimos y lo que somos. En su entusiasmo cuando el siglo XX era joven Otero recuerda a los toros bravos que se criaban en la Barbanza y que aquellas moradas del siglo XIV “algo de Florencia parecían alentar”.

Entré con el mejor pie en la villa que con fervor celebra Otero Pedrayo. Pregunté a vecinos perplejos por la calle de Xosé Suárez y por un hostal llamado Vagalume. Nadie acertaba a encaminarme. Me miraban como si fuera un tolo, con mi maleta a cuestas. Acabaron enveredándome, pero cuál no sería mi sorpresa, como el de mis insospechadas anfitrionas, cuando el supuesto lugar de conciliar el sueño en realidad era el de cultivar el deseo, y corregir la belleza para seducir al descuidado. Porque en el número 4 de la calle de Xosé Suárez, que sí existía, no había hostal ni pensión, sino perruquería bisexual.

—¿Y no tienen entonces camas entre los secadores?

"Rieron la humorada las perruqueiras, tan divertidas como sus clientas"

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Rieron la humorada las perruqueiras, tan divertidas como sus clientas. Volví a llamar al número donde había reservado a conciencia mi noche noiesa y resulta que no era en Noia, sino en Boiro, donde me esperaba el hostal Vagalume. Nuevas risas y el consejo de una de las buenas y amables peinadoras de buscar acomodo en el cercano Tío Manolo, hotel y restaurante. Prometí volver a mejorarme la facha cuando volviera a Noia. Tuve suerte, porque aquí sí tenían un cuarto para mí. Como si me estuvieran esperando.

Hablé con el cormorán de guardia sobre la marea baja y luego me perdí en el casco viejo, en la acogedora iglesia de San Martiño, con sus músicos de piedra que de noche bajarían encarnados en la fada lituana Aiste Bruzaite con una extraña arpa llamada kanklès de la que saca sonidos insospechados, que ponen en contacto el más allá con el más acá, acompañada por el gaiteiro Pedro Lamas, que hace de maestro de ceremonias. Hacen resonar sus instrumentos medievales como si la piedra se hubiera vuelto madera y el viento suspendiera el curso del tiempo. Un juego de manos semejante al de Einstein practicando con el berbiquí de su física cuántica y de sus matemáticas un agujero en la noche sólida como el azul cobalto. De San Martín, “la más bella, ojival de una nave”, resalta Otero Pedrayo que “ostenta una admirable fachada: pórtico (Apostolado: seis figuras a cada lado en las columnas sustentadas por basas de estilo compostelano, sostienen, por capiteles de hojas, los arcos abocinados decorados por ángeles y músicos con la figura de Jesús mostrando las manos con sus llagas en la clave) y rosetón (entre cuatro ángeles trompeteros dos círculos de ojivas radiantes con bordes de figuras de músicos y frondas)”. Del campanario de San Martiño se despeñó el cineasta Claudio Guerín cuando en 1973 preparaba una de las últimas tomas de su película La campana del infierno.

Nichos en el cementerio noiés alfonso armada

De San Martiño, por rúas de piedra bien sembradas de arcos porticados y bares y mesones que saben conciliar lo divino con lo humano, me fui en pos de Santa María a Nova, que era mi recuerdo más feliz de anteriores visitas a Noia. También llamada Nuestra Señora del Don, “gótica, de una nave y techumbre de madera”, sigue Otero Pedrayo, que me acompaña cuando estoy solo, que es casi siempre, porque así lo prefiero en este extraño viaje de reencuentro, iniciación, rectificación, descubrimiento y, acaso, reconciliación. Las casas de los vivos tienen balcón preferente al cementerio y los vecinos muertos se asoman a las vidas de los vivos en un convivio mutuamente enriquecedor y al que nadie atemoriza. “Rodea a la iglesia el hermoso cementerio (piedras tumbales en el suelo con símbolos de oficios, sarcófagos con bustos yacentes de caballeros sobre pilares)”. Que esté el camposanto en el mismo corazón de la villa me atrae y al mismo tiempo aguija mi inquietud. Nacida en Santa María de Rus hace “cerca de 90 años”, Carmen vive en el número 3 de la rúa de la Santísima Trinidad y recuerda, con sacacorchos (¿por qué sincerarse con un extraño?), que trabajó “muchos años en Suiza”. Admite que su casa “da al cementerio”, pero como tiene una terraza muy grande “no lo ve a diario”. Son casas de nueva planta, y buena factura, de hasta cuatro pisos, que “deberían haber levantado más lejos del cementerio, que es muy bonito”. No le dan miedo ni la muerte ni los muertos, pero tampoco piensa mucho en ello, aunque la impresión más cierta es que parecen darle más miedo los vivos que los difuntos. Habla como si estuviera sobre un alambre, alerta, de perfil, a punto de abandonar la escena: como temiera que el que la interroga ocultara oscuras intenciones, fuera a hacerle mal.

Santa María a Nova: almas del purgatorio y altar mayor. a. a.

En Noia me resarcí de las desacertadas comidas de Compostela, y en el mesón O Forno di buena cuenta de unos calamares extraordinarios en su concreción de mar hecho carne y de un revuelto de algas y gambas que regó un fino Godello que no me quitará el sueño. Son las seis de la madrugada, la lluvia ha sonado sobre las verduras y las tejas. Hora de dormir antes de volver a la feria de abastos y sobre todo al cementerio de Santa María a Nova, que ayer se me quedó la conversación a medias. Me despertó la lluvia de madrugada, golpeando contra el casco del hotel como si fuera un barco de cabotaje. Pero desde mi ventana no se veía el mar, sino las huertas, el sotobosque, la línea de sombra de las montañas suaves que aquí bajan hacia la costa.

Vuelvo por la mañana a Santa María, como si hubiera quedado con los sepultureros o el padre, aunque en el templo ya no se oficia la santa misa. Pero antes de entrar doy dos vueltas por la muralla de casas que rodean iglesia y camposanto. Leo en una pared, a un tiro de piedra donde los muertos ni se peinan ni se despeina.

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Aunque el anuncio me llena de dudas, prefiero no preguntar donde los vivos sino donde los muertos. Empiezo mi pesquisa por uno de los que da renombre a Santa María a Nova: las laudas gremiales, lápidas bajo las que cada profesión enterraba a los suyos y les expedía el pasaporte para que san Pedro les reconociese nada más llegar, por su insignia laboral, petroglifo eterno, además de por su historial de pecados y virtudes: carniceros, marineros, canteros, zapateros, cardadores, herreros, carpinteros de ribera (me quedo con esta, en homenaje a mi abuelo Ángel). Son los feligreses de esta hermosa iglesia románica en la que como ya no hay culto las laudas hacen de figuras, sombras duras de lo que fueron, iluminadas, para que hablen del pasado de Noia y por lo tanto del pasado del mundo. Otero Pedrayo invita a Manuel Murguía a hablar del cementerio, y así se explaya el cónyuge de Rosalía: “La extensión del campo mortuorio, la clara luz que lo baña, el grato consorcio que en tiempos menos fáciles para el hombre estableció este entre la vida y la muerte, hicieron en lo pasado, de la mansión de los finados, aquella otra en que los vivos parecían poner bajo la protección de los muertos sus luchas, sus penas, sus alegrías todas”.

Cementerio A. A.

Juan López es agente inmobiliario en la calle del Espíritu Santo número 17. Admite: “Cuesta vender estando la vivienda cerca del cementerio, y más si tiene vistas sobre las tumbas”. Hace años que intentan colocar un inmueble estrecho como un tranvía puesto de pie. Pero es una herencia endemoniada: cuatro mal avenidos intentan sacarle 120.000 euros a una finca de cuatro plantas que ha de ser reformada de arriba abajo. No hay avance ninguno y la inmobiliaria en la que trabaja Juan está pensando desistir. “Mi abuela vivía de espaldas al cementerio, pero para ella no suponía ningún problema”. Como para Juan, marinero jubilado de 70 años al que abordo cuando sale de su casa, una de las que forman el fortín que vigila el cementerio. Faenó en aguas de Sudáfrica y sabe de los peligros que acechan en el Atlántico: “No tengo problemas con los muertos. No me dan ningún miedo. Son vecinos muy tranquilos”.

Pórtico de San Martiño de Noia A. A.

Vuelvo a pasear por el ameno camposanto. Observo una tumba recién abierta y colijo que es para María del Carmen Lamas Reino (Viuda de Manuel Rey Abeijón). “Tejidos Lamas”, que falleció la víspera. La esquela, que cuelga del tablón de anuncios de la iglesia, confirma mis sospechas: “recibirá sepultura en el cementerio de Santa María A Nova, por cuyos favores anticipan gracias”. Sin la letra impresa dudamos de los nombres de las cosas, de nosotros mismos, de los lindes de las fincas, de la frontera entre el ser y el existir, entre esta vida y el más allá, la niebla y la lluvia, el abismo y la pared, el deseo y la nada, los crustáceos y los moluscos. Entro en la iglesia. Me atrae el altar, donde esta mañana una maestra del arpa enseña a un reducido falansterio de devotos que acaso habían encontrado inspiración en el pórtico de la Gloria y en el pórtico de la iglesia de San Martiño: figuras que hacen que la piedra cobre vida, pasadizos entre esta vida y la otra, que siempre la música invoca, y como pocos instrumentos el arpa, que en el caso de la niña que la pulsa con dedos que parecen recién salidos de unos guantes de perlé podía ser alfombra voladora, ya que cabría ella entera y acurrucada en sus cuerdas. Son arpas preciosas, de diferente hechura, timbre, vuelo. Tras los aprendices de músicos, y protegidos por una serie de lápidas, están, como Dios manda, a modo de guardia pretoriana del retablo, dos relieves que me atraen como el devoto que fui cuando niño y adolescente, que no sé por qué razón perdió la fe en Santiago de Compostela cuando fui a estudiar (el árbol de la ciencia del bien y del mal) y nunca (tampoco en este regreso al país natal, y a pesar de Simone Weil, al menos de momento) la recuperé. A la derecha, un descendimiento, con figuras que parecen arrancadas del álbum de Noia, y a la izquierda las siempre fascinantes almas ardiendo en el purgatorio. Es raro, porque nunca dan la sensación de estar sufriendo. Tal vez porque en este caso se trata de un fuego provisional, que calienta, pero no quema. O porque los carpinteros de altar, ebanistas de Dios, acaso se inspiren en San Sebastián, a quien cada dardo que le abre las carnes le enciende una sonrisa. El martirio como camino certero al Paraíso.

Arriba, mercado de abastos. Sobre estas líneas, el “cormorán” de Noia.

Arriba, mercado de abastos. Sobre estas líneas, el “cormorán” de Noia. A. A.

Como en todas las ciudades africanas que visité cuando estuve a punto de convertirme en reportero de guerra, aquí, en mi tierra, aplico la misma estrategia: nada habla mejor de la salud y la realidad de un pueblo que sus mercados (por como tratan a los vivos, y si tienen con que saciar el hambre material) y sus cementerios (por como tratan a los muertos, y cómo dan de comer a los espíritus). Parece evidente que poseer “el cementerio más saudoso quizá de Galicia”, como celebra Otero Pedrayo al que colmó mis horas aquí, colma el hambre de eternidad. Es un cementerio que sitia pacíficamente la iglesia de Santa María a Nova. Por lo que se refiere a la parte material he de decir que el mercado de abastos de Noia se ve bien surtido de los frutos de la tierra y del mar. Los peces son tan frescos como los que hablaban con Jesús y sus apóstoles en el lago Tiberíades o mar de Galilea. Aunque el bullicio no es tanto y son menos los dineros que cambian de mano como en los mejores días del pasado, el amor al comercio todavía parece intacto a pesar de los pesares.

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