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GALICIA: LA VÍA LÁCTEA DE LA SAUDADE (VIII)

El diccionario perdido de Ferrol

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El dique de La Campana Alfonso Armada

Camino por las calles del centro de Ferrol, donde los signos de decadencia son como una carcoma, una lepra que se contagia a las fincas colindantes y, pese al día de verano, acaba pesando en el ánimo. Me imagino lo que es vivir aquí, lo que propician los inviernos. Sé que no podría vivir aquí. Entonces me pregunto si es la ciudad la que me entristece o es mi soledad, que se vuelve más ostensible a la vista de tantos negocios, esfuerzos, sueños que acabaron en ruina y bancarrota.

Quiero que este día esté fijado por las palabras, que además adquirió un inusitado colofón tras la instructiva visita al Museo Naval de Ferrol, donde elaboré un inventario de términos náuticos con los que me gustaría rendir homenaje a un mundo que se desvanece. Porque a la salida me encontré, en el jardincillo junto a los altos y blancos muros de la base naval, un ramillete de hojas de calendario (del año 2011), que fotografié sobre la hierba y bauticé en Instagram como “Días perdidos. Homenaje en Ferrol a Emily Dickinson”. Una de las poetas imperecederas (1830-1886), vivió una vida al margen de la vida literaria en Amherst, Massachusetts, donde también terminó una existencia ensimismada y atenta al amor y al misticismo de la naturaleza. Apenas publicó una decena de sus cerca de 1.800 poemas, y al ver las hojas del calendario sentí como si ella volviera a decirme algo cabal al oído, como esto:

“Días perdidos. Homenaje en Ferrol a Emily Dickinson”

El agua se aprende por la sed.

La Tierra –por los océanos atravesados.

El Éxtasis –por la agonía–

La Paz –la cuentan las batallas–

El Amor, por el Hueco de la Memoria.

Los Pájaros por la Nieve.

Es en parte gracias a ella, una poeta con la que podemos acompañar toda una existencia, me animo a volver a leer Ferrol y su silencio contemporáneo con este Diccionario de la memoria del mar o Academia de pecios:

Obra muerta

amura

llaud, Cataluña

teodolito: utilizado durante la construcción de un buque para comprobar la correcta alineación de todas las partes de la estructura.

pie de cabra: para sacar puntas o hacer de palanca.

tajamar

sobrequilla

gubias

tenazas

serrón

garlopa

broca

trenchas

martillo de orejas

martillo sufridor

sierra de aire

codaste

estopa

hierros de calafate

mampara

cubierta

cámara de máquinas

clinómetro: instrumento para medir el grado de inclinación.

intégrafo Stanley: para cálculo de áreas y momentos de sección

intégrafo de Ameler

transportador de ángulos

falsa escuadra

caja de cuadernas

cartabones

linterna de gas

hélices

balandro

machina de arbolar: para colocar adecuadamente los palos de un buque de vela. Constituida por una gran cabria o armazón formado por dos perchas (bordones) unidas por la cabeza a través de un madero llamado tamborete y que se van separando conforme se acercan a su extremo inferior firmemente enclavado en el suelo del andén del puerto. Las perchas forman con el horizonte un ángulo de unos 75 u 80 grados y se complementan con una serie de cabos que sujetan la cabeza de los palos impidiendo su caída, stays que en la machina de arbolar se conocen como patarraezes, vientos o maromas.

Áncora

Áncora

jarcias

cofas

cabrestantes

crucetas

cabos

draga

guindaste: grúa flotante.

Seguimos con este Museo de las palabras de una ciudad que se extingue, ahora en el consiguiente Naval:

Aparejo real de 6 guarnes

aparejo de combés

palanquín o aparejo sencillo

tecle o lanteón

gaza para cuadernal

motón de galápago

aparejos para tensar un obenque

candelero de hierro para batayola

defensa de costada

arpeo para recuperación de objetos

roldana de madera

zuncho de mastelero

cáncamo

sextante

horizonte artificial

cronómetro

barógrafo

astrolabio

estandímetro

catalejo

telémetro

escandallo

planero o mesa de derrota

rosa náutica

planisferios

pluviómetro

barómetro holosférico

barómetro aneroide

termómetro

bitácora.

La naturaleza de la primera gran pesquisa del día en el Museo de las Construcciones Navales y el Museo Naval de Ferrol, como es palmario, ha dado pie a una suerte de Diccionario de la memoria del mar. De la visita a los dos museos gemelos, que no siameses, sólo cabe colegir la perentoria necesidad de repensarlos y rehacerlos para que sean verdaderamente complementarios, evitar repeticiones, y revisar con criterios museográficos e históricos su planteamiento y recorrido para hacerlos más elocuentes, más interesantes y ecuánimes, y de paso quitarles el polvo ideológico y la ranciedad en la confusa reconstrucción del pasado que ahora muestran.

Son extraños y hermosos los restos de la rueda del timón de la fragata Magdalena (1773-1810), en realidad la Santa María Magdalena, construida en las “gradas do esteiro do Ferrol”, que naufragó en la noche del 2 al 3 de noviembre de 1810 junto al bergantín británico Palomo, un brick, y varias embarcaciones, en la ría de Viveiro, a causa de un temporal que convirtió el mar en un lagar impracticable.

En los dos museos hay mascarones de proa, uno de los ornamentos más hermosos de un buque, de los que Pablo Neruda tenía una colección en su casa de Isla Negra. Me quedo con la reproducción del que servía de ariete al Blanca Aurora, construido en Lloret de Mar en 1848.

Mascarón para un navío delicado

Mascarón para un navío delicado

Hay recuerdos que surgen de la manera más insospechada. No consigo recordar bien si iban a Cádiz o a Canarias, pero sí que me acuerdo de que en el muelle de trasatlánticos de Vigo entramos en el camarote de mi tía y mis primas que embarcaban en el Begoña, y de la envidia que sentí de poder abandonar Vigo y su ría en un paquebote. La emoción es irresistible cuando reparo en una preciosa maqueta del Begoña, buque de pasajeros botado como Castel Bianco que en 1957 fue transferido en Génova a la Compañía Transmediterránea Española.

Tenía en mente visitar el dique, pero no tuve la precaución de hacer la petición por adelantado. Fue así como llegué ante la maqueta del dique María Victoria Eugenia, o dique número 2. El 7 de mayo de 1913 fue botado en Ferrol el segundo acorazado de la serie España, el Alfonso XIII. En una pantalla se muestra en bucle la más antigua película que se conserva en Galicia (o eso dicen), obra de Ibérica Films (Pº de Gracia, 43. Barcelona). Donación de Guillermo Esrigas, llaman la atención los trajes de la infanta y los tocados de las pocas damas que asisten al evento. La botadura deja un rastro de maderamen y restos flotantes que da mala espina. Porque más que una botadura parece un naufragio. Ese mismo día se inauguró también el dique Reina Victoria Eugenia, y el ferrocarril Betanzos-Ferrol.

Maqueta de un bergantín

Maqueta de un bergantín

Será un fractal (como le gusta decir a la fotógrafa Corina Arranz. O un sincronismo, según la nomenclatura de Carl Gustav Jung), quizás, pero me conmueve que si tras Ferrol haya previsto hacer escala en Estaca de Bares y su faro me encuentre de forma inesperada en este museo el fanal o farol del primero de una serie de señales luminosas que se levantarían en la costa española. Las obras comenzaron en 1849, a partir de un proyecto de Félix de Uhagún. Comenzó a alumbrar la noche del mar desde el promontorio vertiginoso de Estaca de Bares el 1 de septiembre de 1850 con apariencia de luz blanca giratoria con elipses de minuto a minuto. Su óptica de primera categoría fue fabricada con vidrio de Saint Gobain. Estuvo en funcionamiento hasta 1964, año en que fue reemplazado por una nueva linterna de óptica aeromarítima. Hay aquí también referencia precisa a los principales faros de Galicia y sus señales: “De acuerdo con los principios de organización piramidal y diversificación de apariencias, de los cinco faros de primer orden que alumbrarían las costas del noroeste a Galicia le correspondieron los de Estaca de Bares y Finisterre. Un faro de segundo orden para entrada en rías –Ribadeo, Prior, A Coruña y Corrubedo–, y ocho luces menores o de puerto –Prioriño, Sisargas, Vilán, Cee, Ons, Sálvora, Arousa y A Guía– completaban una red claramente insuficiente, como se revelaría en poco tiempo”.

Lo que desde luego no esperaba encontrar en el Museo Naval (en este no se paga entrada, hay mucha más gente, y a te recibe una guardia de honor en negro uniforme de gala: una impresionante colección de áncoras bien conservadas) es la condecoración que el Führer le concedió al capitán José Díaz Vázquez, datada en Berlín el 29 de julio de 1943. Se trata de “la orden del águila alemana de tercera clase con espadas”. Fue su hija, María Teresa Díaz Pardo, quien donó la medalla (adornada con esvásticas) a esta institución ferrolana. ¿Qué hace una condecoración de Hitler en un museo de la historia naval española?

Medalla concedida por el Führer a un capitán español

En la puerta del dique pregunté por el oficial de guardia. Consciente de que no tenía permiso por no haber enviado la petición en tiempo y forma, Iván, originario de Negreira y con 18 años en la Armada, me compadeció. Tras hablar con un superior me permitió tomar un par de fotografías de uno de los diques, el número 1, obra de Andrés Avelino Comerma y Batalla, titulado por la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid. Sin él no se entiende Ferrol, ni mucho menos este dique llamado de La Campana, porque se construyó en las inmediaciones de una campana que avisaba de las entradas y salidas del personal de la Maestranza, como relata en un estupendo e ilustrado folleto Guillermo Llorca Freire. Además de diseñar el trazado del barrio de la Magdalena y los jardines de Herrera, frente a la Capitanía General, donde campea la estatua de Jorge Juan, “ilustre marino, cosmógrafo y uno de los artífices de la moderna construcción naval ferrolana”, la obra más admirable del general Comerma es el dique seco de carena, compuesto de dos partes, el dique propiamente dicho, en comunicación directa con la dársena, y el barco-puerto, que lo cierra. Tiene 145 metros de eslora, 27 de manga y 12 de calado, lo que lo convirtió “en la obra de ingeniería hidráulica más importante de las ejecutadas en Galicia lo largo del siglo XIX y uno de los más grandes del mundo en su tiempo”.

Monumento a Jorge Juan

Monumento a Jorge Juan

Sobre su pasión por la marina y la vida militar, Iván confiesa que ha dejado de gustarle esa vida:

—Entre el covid, la retirada de buena parte de la fuerza militar y la caída terrible de la construcción naval, tanto la militar como la civil, todo eso ha supuesto un mazazo para Ferrol, que me parece una ciudad condenada.

Comparten alguna dársena y muelles militares y astilleros, aunque tienen accesos y protocolos distintos. Me prometo repasar la historia de estos estaleiros y sus diferentes etapas: Izar, Astano, Bazán y Navantia, desde que por una orden del 9 de abril de 1749 firmada por el rey Fernando VI y según una decisión del marqués de la Ensenada, secretario de Marina, Hacienda en Indias, se iniciara la construcción del Real Astillero de Esteiro. En su Guía de Galicia, Ramón Otero Pedrayo evoca que el lugar fue tenido por seguro puerto en el periodo austriaco, pero “su historia de centro naval de primer orden comienza con la casa de Borbón”, cuando se comprendió “la inmensa importancia del puerto que, declarado libre del poder feudal, fue centro del gran poder naval creado por Fernando VI y Carlos III para combatir a Inglaterra y defender el Imperio de las Indias”. En la segunda puerta, la más cercana a los muelles donde están amarrados o abarloados los buques de guerra, un infante de marina a que no le gusta el mar desafía la ordenanza y me permite tomar unas imágenes de algunos de los navíos de la flota:

—No me quejo, y eso que lo que antes hacían 600 ahora lo hacemos 300.

Tras pasear por el barrio del Esteiro, en el que recabo nuevas evidencias de la imparable decadencia de la ciudad, y después de una buena coliflor gratinada en el gastrobar Nuá, en la rúa de la Magdalena, recupero la maleta y me encamino a la estación de los Ferrocarriles de Vía Estrecha (FEVE), que comparte terminal con las vías convencionales de Renfe, ahora Adif.

Casa consistorial

Casa consistorial Alfonso Armada

Deberías contar los días y las noches en blanco. En este cuarto, el 42, del hermoso hotel Zahara, con vistas sobre la plaza del Callao, en la frontera entre el Ferrol que existe y el que parece estar desapareciendo como aquel Castroforte de Baralla, fantástica invención de Gonzalo Torrente Ballester en La saga/fuga de J. B., comenzando por el casino de la calle quizás Real, y la Armada española, que parece plomo glorioso perdiéndose en el mar de los Sargazos de la política real, de los presupuestos de defensa, del profundo desconocimiento ciudadano de lo que somos y de la indiferencia sobre lo que queremos o debemos ser. Consecuencia de ese desafecto ante la realidad es este escribano que, en esa tierra de nadie entre las cuatro y las cinco de la mañana, como las calles y plazas de todas las ciudades, incluida El Ferrol del ex caudillo, no son más que estampas despavoridas de un lugar en el que los que duermen sueñan y los que se despiertan no acaban de estar seguros de que lo están o de si siguen soñando.

En lo que a mí respecta, hay en mi memoria una suerte de niebla que cubre el territorio del país que va desde A Coruña y su encuadramiento material en el mapa, donde tantos vientos campan por sus respetos, y toda la comarca ferrolana. Ferrolterra siempre me pareció el nombre de un planeta en extinción. Es como si hubiera faltado a clase cuando en el colegio se habló de la geografía física, política y moral de este cuadrante del noroeste, como si esta topografía y esa historia no fueran a caer jamás en un examen y nunca tuve ocasión de estudiar esa materia ni mucho menos de repasarla. No deja de resultar llamativo por premonitorio lo que en La Biblia en España, en la primera mitad del siglo XIX, George Borrow escribe de nuestro enclave: “La pesadumbre hizo presa en mí en cuanto puse los pies en este lugar. La hierba crecía por las calles. Por todas partes la miseria y el dolor me golpeaban los ojos. Ferrol es el gran arsenal de España y participa de la ruina de, en otros tiempos, espléndida escuadra española. Ya no se llena de vida con aquellos miles de carpinteros de ribera que construían tremendos navíos de tres puentes y las grandes fragatas, en su mayor parte destruidos en Trafalgar. Tan sólo se veían por allí algunos trabajadores mal pagados y medio muertos de hambre, apenas suficientes para reparar un guardacostas desmantelado por el fuego de una goleta inglesa haciendo contrabando en Gibraltar. La mitad de los habitantes de El Ferrol mendiga su mendrugo de pan; entre los que –según se dice– no es infrecuente hallar oficiales de marina retirados, muchos de ellos mutilados o con heridas de todo tipo, a los que dejan consumirse en la indigencia porque sus salarios y pensiones se retrasan hasta tres o cuatro años debido a las exigencias de los tiempos. Una multitud de contumaces mendigos me siguió hasta la posada e incluso intentó meterse en mi habitación.

—¿Quién es usted? –le dije a una mujer que se me arrojó a los pies y que conservaba en su rostro señales inequívocas de una antigua distinción.

—La viuda, señor –me respondió en un francés aceptable–, la viuda de un valiente oficial, en tiempos almirante de este puerto”.

Y añade Jorgito el inglés: “La miseria y la degradación de la España moderna en ningún lugar se manifiesta de modo más impresionante que en El Ferrol. Con todo, todavía queda aquí mucho que admirar. Pese a su actual estado de desolación, cuenta con algunas buenas calles y abunda en hermosas casas. En la alameda hay plantados cerca de un millar de olmos, y los pobres ferrolanos, con genuino espíritu localista, que tanto predomina en España, llevan a gala decir que su ciudad cuenta con un paseo público del que carece Madrid, y cuando lo comparan con el Prado se refieren a este último con nada disimulado desdén. Al final de la alameda se levanta la iglesia, la única de todo El Ferrol. Nos pareció de todo punto insuficiente para acoger al número de fieles que, en su mayor parte procedentes del campo, no solamente abarrotaban su interior, sino que, con la cabeza descubierta, se arrodillaban ante la entrada y ocupaban un considerable tramo del paseo. En paralelo a la alameda corre el muro del arsenal naval y del embarcadero. Me llevó varias horas recorrer aquellos lugares, para visitarlos tuve que hacerme con un salvoconducto firmado por el capitán general de El Ferrol. Me dejaron asombrado. Había visto los arsenales reales de Rusia y de Inglaterra, pero por la grandiosidad del proyecto y por lo costoso de su ejecución, no pueden de ninguna manera compararse con estos hermosos monumentos de la pasada pompa naval de España. No intentaré describirlos, sino que me contentaré con señalar que la oblonga dársena, rodeada de un muelle de granito, tiene capacidad para permitir que un centenar de barcos atraquen de la manera más conveniente; pero, respecto a tal fuerza, vi solamente una fragata de sesenta cañones y dos bergantines allí fondeados; a este exiguo número de buques está hoy reducida la marina de guerra española”.

Ante la catedral de San Julián

Ante la catedral de San Julián Alfonso Armada

Recuerda Ramón Otero Pedrayo que “se han propuesto al nombre de la ciudad diversas etimologías: por el faro o farol que guiaba a los barcos y que aparece en las armas de la ciudad (parece que los vestigios de este faro aún existían en 1700 en un islote incorporado a las murallas exteriores del Arsenal) y por san Ferreol, santo bretón. El nombre Ferroi y Ferrol se encuentran en otros lugares de Galicia”. Pero la melancolía contemporánea parece irreparable cuando se ve el declive de todo lo creado, de todo lo construido, de todo lo soñado, cuando Otero Pedrayo, cuando el siglo XX era todavía joven, escribe frases como estas: “Los arsenales ocupan una superficie de 240.000 metros cuadrados, cerrados por una gran muralla y defendida del mar por la dársena y los malecones…”, o “La nombradía de los astilleros ferrolanos fue y aún es inmensa y justificada por la grandeza, dignidad y ornato digno y claro de las construcciones…”, o “En las gradas ferrolanas se construyeron flotas enteras…”, o “El ambiente de El Ferrol es claro, ordenado, marino. La belleza del paisaje y de la ría proyecta sus reflejos sobre la severa ordenación de calles y plazas de esta ciudad del Despotismo ilustrado…”. Entonces pienso en mi amiga María Iverski, que por razones índole diversa que hoy no vienen al caso tuvo que abandonar su querido y desquiciado Beirut por su ciudad natal donde trata de darle sentido a una existencia que, como dice la poeta y ensayista Chantal Maillard, tal vez no lo tenga: “Atisbar el absurdo de la existencia no es locura, es lucidez, y depende de cada cual la decisión de seguir en ella o no”.

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