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Viveiro y un viaje al centro de la tierra

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Viveiro y un viaje al centro de la tierra

Aunque escritas en buena medida en Celeiro (o Cillero), me gustaría datar estas páginas en Viveiro por razones geográficas y míticas. Cuando reservé una noche de hotel no tomé la precaución de ver dónde había echado el ancla. En todo momento pensé que iba a dormir en la vertical de Christchurch. Creo que la mancha urbana de ciudad neozelandesa es lo suficientemente extensa como para que, si practicáramos dos túneles, uno en Viveiro y otro en Cilleiro, lo más probable es que ambos acabaran aflorando en dos barrios distintos de la populosa y malherida ciudad de la isla sur de Nueva Zelanda, nuestras exactas antípodas.

Del mismo modo que quise pasar por Dayton, Ohio, donde se firmaron los acuerdos de paz que pusieron fin a la guerra de Bosnia, también quería pasar al menos una jornada en la ciudad gallega que de alguna manera encarna para mí no sólo un sueño adolescente y un extraordinario delirio genealógico y sexual, sino también porque forma parte de mi ambigua relación con mi país natal. Porque en la segunda fuga de la casa de mis padres mi objetivo era alejarme todo lo posible de Vigo y de mi casa, y el lugar matemáticamente más lejano no era otro que las antípodas. Logré dar con un mapa en el que se superponían mediante meridianos y paralelos los dos mundos a ambos lados del globo terráqueo, y con la particularidad de que en ese encaje de trigonometría espacial Viveiro y Christchurch aparecían siamesamente hermanadas con el globo terráqueo como espalda compartida.

Como carezco de la inventiva y de la ciencia de Julio Verne no he llevado mi sueño adolescente a una novela, sino al periodismo. Y por eso hoy me dediqué a hacer una encuesta absolutamente acientífica para preguntar primero qué les suscitaba a los vecinos el binomio Nueva Zelanda, y después añadir si eran conscientes de que si practicaban un agujero en el suelo de su ciudad llegarían a ascender por la ciudad neozelandesa de Christchurch. Hubo respuestas para todos los gustos, pero nadie estaba al tanto de esa fascinante realidad geográfica que acaso podría propiciar como mínimo un futuro hermanamiento entre ambos lugares tan distantes y simétricos en el mapa.

Sinesio, marinero jubilado de 79 años que trabajó “no mar co peixe grande, mais tamén no agro”, la primera persona a la que abordé tras instalarme en el hotel, me confesó que apenas había estudiado y que no sabía qué era eso de Nueva Zelanda.

Para una farmacéutica originaria de la italiana Cerdeña, y que se desempeñaba como boticaria en Viveiro, “los neozelandeses y los españoles tienen muchas cosas en común…”. A lo que añadió, cautelosa, tras tan sorprendente declaración: “Si no estoy equivocada…”.

Susana, argentina, dueña de Grafity, un establecimiento en el casco viejo que hace honor a su nombre entre hippy y alternativo, pensaba que le traía una encomienda de una amiga que se casó con un neozelandés y desde entonces se mudó a aquel lugar tan alejado y aseado de la Tierra. No sabía del juego de las antípodas, aunque en su caso la cosa tiene más pase, porque ¿cuáles son las antípodas de su país natal?

Iglesia de Santa María de Viveiro

El dueño de Casa Charo (desde 1939), que vende exquisiteces y que estuvo en viajes que colegí de placer en la isla de Tasmania y en las ciudades australianas de Sydney y Melbourne, no sabía de la conexión entre Viveiro y Christchurch, pero mostró lo que parecía genuino interés ante el fenómeno.

Dos rapaciños que pasaban ociosos ante la iglesia de Santa María se rieron ante la pregunta e hicieron mutis acelerando cuesta abajo.

Una mujer dulcísima que daba vueltas lentamente llevando a su padre del brazo alrededor de este hermoso templo románico dijo que Nueva Zelanda es un lugar “hermosísimo”. Estaba al tanto de la condición de antípodas entre España y el archipiélago de Oceanía, pero no de lo que concernía a su ciudad natal. Es gracias a ella que compruebo no solo el nombre de la iglesia, sino del vecino convento de las concepcionistas viejas, que según mi confidente son todavía 14 o 15. No están tan solas las celdas y su claustro, de celosa clausura. Hay un gran escaparate donde se vende todo un repertorio de abalorios, devociones y chucherías, y un aviso: “Si necesitan algún objeto de la vitrina, llamen al timbre y esperen a la hermana”.

Monasterio de las Concepcionistas

Una chica tan achicharrada por el sol que podría ofrecerse a la Inmaculada Concepción como protomártir de la belleza, deja morir la tarde sentada junto a su fragilísima madre ante la gruta de los exvotos, que parece una extensión amena del convento. La pared aledaña es un pedregoso álbum de fotos de carné que se aprovecha de las anfractuosidades de la materia para aguantar un tiempo a la intemperie. Le pregunto a la hija por los rostros captados por fotomatón, que suelen acentuar la perplejidad, como si sorprendiera al retratado preguntándose en un relámpago de lucidez por el sentido de la vida o se dejó una tartera al fuego:

—Por algo que está relacionado con sus vidas.

—¿Cómo ruegos y gratitudes?

—Algo así.

Hay diálogos de besugos mucho más elocuentes. Pero no insisto porque me mira como si fuera un enemigo del pueblo.

A la dependienta de Cobelinha (“creación artesanal, bisutería, joyas, tocados y complementos”), en el número 29 de la Rúa Pastor Díaz, Nueva Zelanda sólo le sugiere una palabra: “Lejanía”.

En Fontenova (panadería y pastelería desde 1950), donde elaboran una tarta de Viveiro que se diferencia de la de Santiago porque además de almendra lleva caballo de ángel, las dos dependientas de impoluta bata blanca como para tratar la depresión se repliegan como si el inquisidor fuera inspector de Sanidad:

—¿Un continente?

Cuando trato de profundizar, levantan las manos con miedo:

—Esto es una pastelería, ¿no?

Me levanté a las cinco y media y bajé por las calles de Celeiro que ya conocía. La mala suerte de quedarme en un hotel tan triste como El Millón fue que acerté con la lonja y la subasta que merecían. Aunque intenté conseguir un permiso la víspera y esa misma mañana bien temprano no di con nadie que dijera ni que sí ni que no. Entré como un furtivo, dispuesto a fingir (en silencio) que era un armador de Vigo a la búsqueda de nuevos caladeros, que era una manera verdadera de fingir. Pregunté lo justo:

—A qué hora é a subasta?

—Ónde se subasta o peixe?

Subasta en la lonja celeirense

Hice fotos de los peces que cuando se convierten en pescados posan tristes, como si ya no tuvieran más cariño que el del subastador, que es un proto-rapero, y que tal vez los raperos deberían reconocer como santo patrón, si es que no lo han hecho ya. El subastador, un hombrón bien plantado sobre sus botas, me captó con su antena ultrasensible y, sin soltar la tableta electrónica que le servía de guion, se me echó encima como un pez espada (tal vez como un congrio), entre el silencio admirado de los armadores y de los asentadores:

—Quén é vostede e quén lle deu permiso…?

—Son xornalista.

—Eiquí non se pode estar sen acreditaión.

—Tenteino, pero…

—Só lle digo unha cousa: a mín non me tire fotos…

Y con esas volvió a la faena. Y yo a la mía. Ya tenía lo que había venido a buscar. Tire algunas fotos más de las patelas como con desgana antes de desaparecer por una puerta al fondo de la sala, como si fuera un teatro y hubiera terminado mi parte. Mientras seguían sacando nieve, y había marineros esperando que acabasen de cambiar de manos la pesca de la noche, traté de salir por la puerta principal. Pero estaba cerrada. Me deslicé de nuevo como un furtivo por uno de los vomitorios, que se parecen a los muelles de los periódicos, con la diferencia de que en vez de fajos ordenados de noticias los camiones embarcan pescado fresco para alimentar no nuestra saudade ni nuestra perplejidad, sino el hambre y la gula, que no se calman nunca. Todavía no amanece. Dejo atrás los edificios de la lonja, que son como fábricas aureoladas de una suerte de luz de jade y de campo de maniobras. Me recuerda extrañamente alguno de los episodios que vivió Karl Rossman cuando Franz Kafka, que nunca había cruzado el mar, envío a su alter ego a una América de la imaginación que se parecía espectralmente a la de la realidad.

Esculturas de mujeres en la lonja de Celeiro

Así aprovecho para trazar apenas el boceto de mi propia novela neozelandesa, la que no me atreví a vivir por si acababa ocurriéndome como a Macbeth: que por interpretar al pie de la letra el confuso augurio de las brujas hizo todo lo necesario para que el destino se cumpliese. Cuando deseas algo tan ciegamente la razón se nubla y acabas permitiendo que el pensamiento mágico se convierta en tu mejor amigo, el que confirma tus sospechas cuando coinciden con tus anhelos, al tiempo que desdeña los fracasos porque no son más que la demostración de que te enfrentas a enemigos poderosos que conspiran contra la verdad inquebrantable de tus sueños, de lo que te mereces.

Tal vez debería volver a rastrear la pasión primera que en Vigo me llevó a Julio Verne, y a una novela tan embriagadora como Viaje al centro de la Tierra. Casi tan inolvidable como Las Indias negras, que transcurría en las entrañas de la tierra, en minas de antracita y un laberinto de túneles. En la portentosa imaginación de Verne, y su corte de sabios consejeros, era posible entrar en el volcán islandés de Snaefellsjökull y, tras perforaciones y aventuras en el interior de la tierra, aflorar, gracias al magma de otro volcán, el Estrómboli, en Italia. Que el núcleo fuera incandescente no impedía a los grandes espeleólogos del sueño aventurarse durante kilómetros y kilómetros literalmente tierra adentro. Entonces empecé a imaginarme una vida lo más lejos que pudiera de mi cuna, de mi país natal, y para ello nada mejor que las antípodas. Así empezó a echar raíces en mi desatada fantasía una vida en Nueva Zelanda. Un día, que tal vez fue una noche, y aquí no sé si intervino el delirio del deseo o fue en realidad un sueño que se me grabó a fuego en la memoria, me vi de nuevo adolescente triscando por una playa de la isla sur de Nueva Zelanda, la de Christchurh. Allí conocía a una preciosa muchacha maorí, de la que me enamoraba y, para eso era un sueño, me correspondía. Se llamaba Emilia en su lengua nativa. Con el tiempo empecé a darme cuenta, perplejo, de que en realidad aquella nativa era mi propia abuela materna, y no solo eso, sino que acababa no solo engendrando a mi propia madre y sus hermanos (tres tíos y tres tías), hasta que, en aquel espejo maravilloso del país natal, hijo natural de Alicia, el lugar más alejado del globo para un hijo de Galicia, me convertía en abuelo de mí mismo. Nunca me he parado a analizar esa mezcla explosiva de sueño y deseo, ni le he aplicado los protocolos tan literarios del psicoanálisis, una cura que para algunos descreídos de la ciencia de Sigmund Freud fabrica su propia enfermedad.

En un artículo titulado “Las cenizas del día”, publicado en Cinesporas del blogo aerostático, la bitácora que Federico Volpini alimenta en la revista digital fronterad. Uno de los inspiradores de aquella Radio 3 de cuando pensábamos que imaginar otro mundo era posible, venía en mi ayuda sin saberlo. Inasequible al desaliento y enamorado del radio-teatro, Volpini, parecía estarme hablado a mí, mostrándome un camino que todavía busco a tientas: “Cruzar la Tierra. De un punto a sus antípodas. A través de un volcán, puerta de acceso. La oquedad en la roca. Pasadizos. Y, más abajo, el magma. Del volcán, las cenizas. La lava, el humo, piedra pómez. El fuego hace de la tierra agua: líquida, gaseosa, sólida, hielo y nieve. Pompeya bajo una capa gris. Ha nevado en Pompeya. Los cuerpos, conservados para el tiempo. Mamut en los glaciares. ¿Quién puede querer eso? Sin cuerpo. Sin recuerdo. Sin posibilidad de permanencia, ¿no es mejor? ¿Qué sentido puede tener la fama? ¿Qué, sin fama, peor, que el que alguien nos recuerde?”.

En Viveiro, mientras hacía mi disparatada encuesta sobre un agujero imaginario, sobre su condición de ciudad siamesa de Christchurch, pensé que tal vez algún día ambas ciudades se encontrarían en los mapas reales e imaginarios y de ese calco surgiera la posibilidad de hermanarse, como una forma de conciliar los contrarios más alejados, lo que más deseamos y lo que más tememos, el otro que llevamos dentro, y que cuando prima la voz del miedo al reconocer al otro en uno mismo lo detesta porque el espejo que le ofrece no resulta nada favorecedor, nos muestra lo que no queremos saber de nuestra propia condición. A veces todavía sueño con irme a vivir a Nueva Zelanda una larga temporada, en recorrer el país que por fin visité gracias al diario El País, que me permitió acompañar al entonces Príncipe de Asturias y hoy Rey Felipe VI. El país no me defraudó, sino todo lo contrario, aunque no conocí a ninguna nativa que se llamara Emilia en maorí. Pero ya no sueño con convertirme en padre de mi madre y en mi propio abuelo. Esas novelerías se han desvanecido. Ojalá en Galicia hubiéramos mostrado un amor tan precioso a la tierra, a los bosques, a los ríos, a los mares, a las playas, como los neozelandeses. Allí da la sensación de que el mundo acaba de nacer, de que se han preocupado de que se preserven lugares prístinos, intactos, para cuando nada quede a salvo de la destrucción que algunos bien informados aguafiestas nos vaticinan.

Al día siguiente de la aventura en la lonja de Celeiro busqué en El Progreso el resultado de aquella subasta que mi intromisión interrumpió brevemente:

Bertorella, 2,8-7

Besugo, 14-38

Cabra, 2,9-8,1

Choco, 6,5-8

Gallo, 3,5-8

Jurel (caja), 0,9-2,4

Lubina, 20-30

Merluza pincho, 3,7-16

Merluza volanta, 3-9,8

Mero, 27-35

Palometa roja, 1-42,5

Pulpo, 9-13,8

Rape, 8,5-12,7

San Martiño, 1-32

Sargo, 5,1-8,9

Hago recuento de mi último tramo de mar antes de buscar la Galicia interior, la que se va despoblando de manera inmisericorde:

Triste apeadero de Viveiro

Xuances

Xove Pobo: acaso uno de los pueblos menos memorables, más pesarosos. Pero habrá gente que tendrá vidas valiosas aquí, a pesar de todo. Habría que esperar a la llegada de la noche, comprobar cómo se van iluminando de ámbar las ventanas, y preguntar. Cada alma es un misterio, y merece ser escuchada. Pero el urbanismo y la arquitectura no tienen aquí paliativos, son una aberración.

Xove

San Cibrao: cipreses altísimos y estratégicos que no dejan ver las instalaciones de la factoría de alúmina-aluminio, el óxido industrial, tan fotogénico desde lejos, tan propicio para las superproducciones cinematográficas que gustan de estos escenarios para las secuencias más violentas. ¿Por qué será? 

Madeiro

Burela: otro pueblo espantoso (no en el sentido portugués del término), en el que sin embargo me gustaría quedarme a pasar la noche. E ir a la playa aprovechado la grisura del día.

Cangas de Foz

Nois

Fazouro: qué poco se puede hacer con nombres pensando en la memoria y en la existencia de los que viven debajo de la sombra de un topónimo.

Marzán: un monstruo. Pero habrá quien con argumentos poderosos lo rebata. Lo que veo desde el tren fugaz que pasa es solo eso, una impresión. ¿Cómo de injustas son las impresiones?

Foz: pienso en Luisa Castro. Pero la estación del FEVE parece un apeadero abandonado.

Barreiros: preciosa y enigmática casa chejoviana perdida en la espesura ante las marismas que preceden la estación de Barreiros.

Reinante: prados que llegan hasta el mar. Caballos, burros, vacas. A algunos equinos les excita el paso del convoy. A las vacas, que han leído a Clarín, les deja indiferente. El mar y las casas son una cenefa lejana.

Esteiro: el absurdo fenómeno de las Catedrales. Un gigantesco aparcamiento lleno de expectación. Maizales hasta el mar.

Os Castros

Rinlo

El conductor, doblado en revisor, aprovechaba para preguntar a los nuevos pasajeros dónde quieren bajar. Así llegamos a Ribadeo, sin que haya la menor posibilidad de pagar el billete. Se lo digo al maquinista nada más bajar del tren. Pero me comenta que hoy no había interventor.

—¡Así no hay forma de mantener el Ferrocarril de Vía Estrecha! ¿Quién quiere que muera?

Pagué en la estación de Ribadeo, mi destino. En este caso, a diferencia de Viveiro, sí funcionaba. Tampoco había nadie en la taquilla. Son estaciones fantasmas de un tren de juguete que sin embargo es para muchos un cordón umbilical con la tierra, que se mira en el mar, se deja rozar la cara por las silvas y las ramas, canta su canción todos los días, un traqueteo musical que debería servir para mantener despejada esa senda que mejora la vida de mucha gente, que le da aliento, que le permite moverse, que mantiene a raya la maleza…

El mar es hermoso como los campos de maíz o los animales, que nos miran pasar con una mezcla de compasión y desdén. Como si el tren formara parte del paisaje. Salvo excepciones notables, y a menudo en triste decadencia, las casas y pueblos del camino son una desgracia. ¿Quién ha sido el que ha trabajado en favor de la fealdad durante tantos años? En Las Catedrales siento como si por un agujero en el espacio y en el tiempo entráramos en uno de esos eventos del desierto estadunidense donde queman un muñeco ciclópeo o adoran a un dios desconocido. Desde el tren no se ve la playa de este nuevo/viejo culto llamado turismo, pero toda la gente acampada o detenida allí tal vez tenía una buena razón para formar parte de algo más grande que cada uno de ellos, compartir un nuevo credo. Acaso sea una suerte para ellos.

De Ribadeo atesoro recuerdos de un viaje por la costa que me llevó caminando en menos de cuatro días hasta Ortigueira, adonde llegué derrengado y con los pies llagados de ampollas. Sé que atesoro fotografías borrosas en blanco y negro de aquella época en la que estaba profundamente enamorado de una de mis primas. Sé que fue poco antes de emprender un viaje a Madrid que me alejaría para siempre del país natal. Sé que en aquella costa norteña busqué otro mar del que no desprenderme nuca. Como sé que algunos de los mejores amigos de Compostela eran de estos pueblos (Burela, Ortigueira, Viveiro, Foz, Ribadeo) y que muchos de ellos, inexplicablemente, se fueron de este mundo demasiado pronto. En estos días de soledad, en el mar gris de este día de agosto, desde la cuna de hierro dulce del humilde ferrocarril de vía estrecha, pienso en todos ellos, en sus razones, en tantas palabras que encendimos como velas en la noche de Compostela, cuando éramos estudiantes y sentíamos con tanta fuerza como si fuéramos auténticos que cambiar el mundo estaba en nuestras manos. Éramos ingenuos como potros, ambiciosos como centauros, y estábamos completamente perdidos. ¿También por eso soñé con huir tan lejos como fuera posible Christchurch, en la idealizada Nueva Zelanda, donde me esperaba una maorí llamada también Emilia, como mi abuela materna?

 

Iglesia de Santa Maria de Viveiro. | // A..A.

Desembocadura del Sor en el Barquero. A la izquierda, monumento a los naufragos. Abajo, la fábrica de nieve de la lonja (imágenes captadas en Celeiro. // a.a. | // FARO

Trampantojo en Celeiro.

Arriba, subasta en la lonja celeirense. A la izqa., exvotos a la Inmaculada ante el convento de las Concepcionistas.

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