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Dios y el sapo

Paul Kammerer

No fui un niño que desmontase sus juguetes para descubrir sus mecanismos internos. Prefería suponerlos movidos por alguna alquimia misteriosa. De adulto no he presenciado el nacimiento de mis dos hijas para conservar la magia de esa duplicación: entra una persona en el paritorio y salen dos. Cualquier electrodoméstico me sigue maravillando. Asisto a la naturaleza sin querer conocer su tramoya. Cerrar los ojos nos permite habitar en el infinito de la imaginación y ajustar la realidad a nuestros anhelos. La ignorancia suprema es la que elegimos.

Dios, que siempre ha ayudado en la batalla al ejército más poderoso y a bajar las cuestas más que a subirlas, se bate en retirada. Se guarece en las estancias que la ciencia todavía no ha iluminado. Ya no en la meteorología o la agronomía, en lo concreto, sino en el cosmos y en la muerte, en el todo y la nada, igualmente inexplorables. Persiste, sin embargo, esa necesidad de un demiurgo que nos ampare. Le reclamamos a estas vacunas contra el COVID confeccionadas a toda velocidad lo mismo que a Jesús curando a los ciegos con saliva. Nos indignamos como aquel niño que era yo cuando se me estropeó el coche teledirigido. No lloraba contra la obsolescencia programada, las pilas que se habían agotado o los cables sueltos, sino contra Dios, a quien exigía servicio posventa.

La ciencia no se comporta como Dios. Tiene plazos, dudas, errores. Pregunta más que afirma. Se sustenta sobre su método, que somete todas las teorías, incluso las más asentadas, a su permanente comprobación. Busca la verdad sin dogmas, pero a la vez está sujeta a las fragilidades humanas. La ciencia registra sus mártires como Ignaz Semmelweis, encerrado en un manicomio por insistir en que los cirujanos se lavasen las manos. También sus villanos.

Paul Kammerer fue un zoólogo austriaco de comienzos del siglo XX. Kammerer se adscribió al lamarckismo, que defiende que los seres vivos desarrollan adaptaciones al ambiente que después transmiten a su descendencia. Los neodarwinistas, por contra, sostienen que la evolución produce diferentes mutaciones genéticas y es su eficacia la que determina cuáles proliferan. Kammerer intentó probar su teoría. El macho del sapo partero, que puebla terrenos secos, no ha desarrollado las habituales rugosidades que permiten acoplarse a la hembra en época de celo. Kammerer experimentó con sapos parteros en entornos acuáticos y anunció que había conseguido que generasen esas rugosidades. Sus rivales denunciaron que había inyectado tinta china a sus especímenes.

Kammerer apareció muerto la tarde del 23 de septiembre de 1926. Supuestamente se había pegado un tiro. Su suicidio se atribuyó a un desengaño de su atribulada vida amorosa. Algunos insinuaron que se había tratado de un asesinato. En la Unión Soviética, con la que simpatizaba, lo convirtieron en la víctima de una conspiración política y le dedicaron una película. Para la historia queda como artífice de un fraude.

Contra la pandemia luchan Semmelweis y Kammerer; sus herederos, expuestos a presiones, fechas de entrega, presupuestos e intereses. Ninguno de los fallos que se cometan cuestiona la validez de la ciencia. Solo exponen nuestra debilidad. En el fondo Kammerer creía que el hombre se había moldeado a sí mismo en un proceso de perfeccionamiento. Temía que solo seamos el menor error de Dios, más probablemente el mayor o su próximo descarte. Un simple sapo en tierra yerma.

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