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Un tipo ideal para el matrimonio

A veces, el espacio para los libros pone a prueba la pareja.

Amor ¿dónde metemos todos esos últimos libros que te puse al pie de la biblioteca? -me preguntó mi mujer. “¿Qué te parece ahí mismo, en la biblioteca?” , le respondí en un alarde de inteligencia mirándola desde el rabillo del ojo. “No; busca una solución porque estás acabando con mi huerto urbano”. Y es que sostiene la mujer con la que vivo y a pesar de ello amo que, poco a poco, le estoy ocupando el espacio de esas plantas que dan a las estanterías un aire vegetal, y el de esos sombreros de la fila de arriba que le dan un toque elegante.

No es que tenga ella mala relación con la literatura o el ensayo, lee a diario, pero luego regala lo leído para que no se le acumulen las letras en casa. Las de leer. Cierto que hoy los pisos miden lo que miden, además de que su postura fomenta la gratuidad de la cultura, pero a mí me cuesta mucho desprenderme de cada libro que compro aunque no vaya a abrirlo nunca más. Le digo que las bibliotecas son para albergar libros pero ella, que tiene la mala suerte de ser bastante más joven que yo, me responde que eso era en mis tiempos, que ahora cumplen también otras funciones, como expositores florales o fotográficos.

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Será así. He llegado a una edad tan estupenda en saberes que ya no discuto ni siquiera con mi pareja. En una comida que tuve hace bastantes años con Aute en Vigo me contó que había estado un tiempo separado de su mujer pero volvió con ella porque, a la postre, era con la que mejor discutía. Yo no. Estoy en fase más contemplativa, me sacan de quicio muy pocas cosas y la discusión la veo como un ejercicio consumista, derrochador de energías. Soy un tipo ideal para el matrimonio porque estoy en esa edad otoñal en que la dicha de los hombres, siempre imposible, parece más próxima; esa en que, como me decía un amigo mayor que yo anticipándomela, una especie de trotecillo invariable sustituye a las violentas oscilaciones de las pasiones y, lo mismo que limita nuestras esperanzas, apacigua también nuestros temores. Claro. No estoy dispuesto a desnudarme con cualquiera. Quizás por dinero.

Mi pareja no va a hallar la fogosidad de la juventud pero sí gozar una beatitud convivencial que he logrado tras hacer muchas prácticas, casarme varias veces, tener parejas no legalizadas, fijas o discontinuas, y aceptar todo lo que Dios en el amor me iba dando generosamente por el camino, sin avisar a veces, de paso otras, ¡ay, esos amores precarios!  O sea que prácticas hice para que hoy pueda postularme como un buen ejemplar para el mercado marital siempre que no me pidan la fogosidad de esos chicos de La Isla de la tentaciones ni su lozana belleza.

En una de estas prácticas matrimoniales, tuve que reducir mi casa a la mitad –siempre que te separas ganas un mundo inexplorado a costa de perder mucho ya reconocido- y sacrificar un 80 por ciento de la voluminosa biblioteca que tenía. En la mitad que me quedé no me cabía aquella librería labrada en decenas de años de tarea cazadora-recolectora, y aquella arquitectura de letras y voces,  se vio desmembrada, esnaquizada como dicen los gallegos, destripada, malbaratada, repartida en destinos inciertos, desde una asociación vecinal a un vendedor de libros de segunda mano o un ex empresario prostibulario de medio-alto standing aficionado a la lectura. Maldita sea, qué dolor ver cómo marchaban los libros, cómo me abandonaban en la casa; mucho más que cuando lo hace una mujer despechada, fuera tuya o de otro. Aquello me marcó para siempre y por eso, como un Diógenes, acumulo en casa todos los nuevos libros que llegan. Ahora tengo que ver como convenzo a mi nueva mujer de que mi nueva biblioteca no es una ofrenda floral ni una sombrerería sino un albergue de letras. Y sin ofuscarme, sin levantar la voz. Soy un marido ideal.

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