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sÁlvese quien pueda

¡Qué degradación moral la mía!

Jóvenes de fiesta nocturna.

Parece algo increíble. Estamos en 2021 pero yo llegué ya al año 2000 sorprendido de poder estrenar un nuevo siglo y agradecido a la suerte por haber llegado porque, a pesar de que la fecha de mi nacimiento no auguraba lo contrario, el maltrato dado a mi cuerpo en excesivos asuntos placenteros era merecedor de cualquier disgusto, a lo que se añadía que ya había visto caer a unos cuantos de los míos en ese trayecto . ¡Qué ocasión tan excepcional, ver pasar de un siglo a otro! Fui al archivo para saber de qué había escrito en mi columna el último domingo del siglo XX –llevo entre 20 y 25 años con ella- y vi que tenía un título que definía otra etapa de mi vida. “Y la noche ¡oh Señor, cayó sobre mí", dice el titular del Sálvese quien Pueda con que recibí el año 2000. Y lo acompañaba una foto de Yola Berrocal, un novio vigués que tuvo entre miles de novios llamado Yago Hermida y, para hacer un trío, el relaciones públicas y profesor de aerobic Miguel Vázquez, que era quien regentaba el local.

Igual que la ropa es un termómetro de los cambios sociales de cada época, uno sabe por sus artículos del pasado la vida que llevaba cuando los escribía y en ese fin de año de 1999 yo aún llevaba una mala buena vida. Pasé una noche en el OTTO, donde estaba todo el modeleo de Vigo, los del grupo La Unión y Yola con su novio, y leo que Dolores Couceiro, super agente de modelos entonces y ahora aún más, me dijo al oído: “No te fíes, Fernandiño, de esa imagen que da Yola; es mujer inteligente, encantadora, que sabe lo que vende; es la mejor manager de sí misma”. También sé que esa noche estuve con un otorrino en la barra del Public. Asistíamos a la fiesta de Fangoria y los Magical Brothers y habíamos dado un beso en el camerino a una cumplida Alaska que también hizo como que me oía, igual que mi otorrino, cosa imposible dados los altos decibelios.

En esas fiestas hablábamos por hablar porque, entender, no nos entendíamos nada aunque lo disimuláramos. Recuerdo yo una noche en que le presenté a Fernando do Monte una guapa señorita en medio del fragor del combate decibélico. “Fernando es un conocido animalista, vegano y activista por los derechos homosexuales”, le dije a la chica a modo de presentación a pesar de que nada tenía que ver con nada de ello, mientras él la miraba sonriente sin enterarse ni una palabra de lo que yo decía pero asistiendo con una sonrisa de enteradillo. Esa ha sido nuestra vida por las noches: hablar para las paredes.

O sea que despedí el siglo anterior aún metido en muchos saraos nocturnos según leo en el artículo que escribí en esas fechas, hace ya 21 años. Ahora estoy escribiendo el artículo con el que despediré 2021 y me sale hablar de tráfico de antígenos; he tenido que reprimirme para no hacerlo de las nuevas desigualdades sociales. Vaya coñazo estoy hecho. Pero ¡oh mísero de mí, oh infelice! ¿Qué va a hacer sino decir cosas serias un pobre reconvertido como yo que vive en esa degradación moral propia de la gente sana y de buenas costumbres? ¿Qué lúdica creatividad se puede esperar de quien, como yo, ha ajustado su vida a los patrones más convencionales y ya casi no se acuerda del áspero sabor de la resaca, ni de las noches interminables, ni de los encuentros en la tercera fase de los sexos, ni de aquellas servilletas que uno encontraba en el bolsillo al volver a casa con un número y un corazón o unos labios carmíneos estampados en ellas sin tener maldita idea de a quién pertenecían aunque llevaran nombre propio?

¿Qué se va a esperar de un individuo que en vez de citas para comidas, cenas y saraos de dudosa moralidad lo que acumula son incumplimientos de asistencia a los mismos, sino que sea uno más de esos columnistas que nos aburren cada día con sus coñazos de mesa camilla? ¡Oh, Dios mío!

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