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Luis Landero: la autobiografía continúa

El extremeño publica “El huerto de Emerson”, una miscelánea escrita sobre las tres patas imprescindibles: “lentitud, soledad, concentración”

Luis Landero. Pablo García

Visto en la distancia, el paisaje que ofrece nuestra vida se resume en “unos cuantos episodios desperdigados al albur de los años y otros muchos que no dejaron apenas huella en la memoria, pero que van con nosotros y que son los que quizá nos obsesionan, y conforman nuestra sensibilidad y nuestro carácter”. Así lo piensa Luis Landero, extremeño de 1948, uno de los pocos escritores españoles que ha conseguido ese estatus en el que nadie se mete con uno para ponerlo pingando: un clásico con lectores fidelísimos. No solo por el exitazo que le llegó, ya hace más de cuarenta años, con su novela Juegos de la edad tardía, sino también por haberle colgado la crítica la etiqueta o medalla de “escritor cervantino”. Escritor cervantino parece que quiere decir que cuentas bien las historias, que se entienden, que el castellano usado es limpio y esplendoroso, con ligero toque de desuso (releje, escuerzo, atarraya, chichear, recovero...). Lo contrario de escritor cervantino sería escritor experimental, el que pone en valor, el que ofrece propuestas narrativas, el que propone planos y perspectivas posmodernas, signifiquen estas cosas lo que signifiquen estas cosas. Al modo cervantino, pues, cuenta Luis Landero esos episodios que conformaron lo que es, quince en este libro, continuación más o menos de su autobiografía o antología vivencial, iniciada en años no pandémicos con El balcón en invierno y que ahora se continúa con El huerto de Emerson (homenaje a los Ensayos escogidos de Ralph W. Emerson, un libro de gran influencia en Landero), ese espacio donde debemos abrazarnos a nosotros mismos, tomar lo que somos. Quince, sí, pero en forma de muñecas rusas (o muñecas cervantinas): con otros episodios dentro, como el recuerdo hermoso al pobre y magnífico capitán Brierly, de Joseph Conrad.

“Puede que sí, que sepa mucho, pero todo confuso, suelto, desparejado. Un poco como en los bazares chinos, donde hay de todo, pero todo de poca calidad”

Luis Landero

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El asunto se complica para un escritor cuando siente que toda su vida la tiene ya vendimiada en escritos anteriores, que todo lo suyo ha sido contado. Esa indecisión tocó a Landero: la infancia campesina, la emigración al barrio madrileño de Prosperidad, los oficios o afanes varios, el trabajo como guitarrista (rebusquen en internet y lo verán), los estudios de Filología Hispánica, el empleo de profesor... todo ya narrado. ¿Todo? Se sale del parón tirando de memoria, goteando recuerdos: “saber sentir es saber decir” (eso sí es cervantino fetén). ¿Con un plan premeditado a fondo, con exposición, nudo y desenlace, y conclusiones morales? Nada de eso: “Esta vez quiero que el libro se vaya haciendo solo, y que él solo vaya tomando la forma que mejor le parezca. No pensar demasiado sino dejarse llevar por el fluir de la escritura”. Así, un capítulo habla del narrador perdido en un cementerio; otro, de los oficios y el poso lector; los siguientes nos cuentan la vida del (aviso de spoiler) suicida Pache (a quien su mujer preguntaba: “¿Qué piensas que tanto piensas?”), de las enseñanzas de Landero a sus alumnos el primer día de clase (“sed originales”), de un noviazgo de pueblo antiguo, de frases, viajes, literatura (Faulkner, Kafka, Stendhal, Joyce...), de hombres irresolutos frente a mujeres activas, de la plegaria del escritor con la mente en blanco, de aquel hombre extravagante que flotaba, del viejo marino que ya estorba, de la aversión a los viajes, del amor adolescente, de la impostura o el fuego.

Una miscelánea, pues, escrita sobre las tres patas imprescindibles: “lentitud, soledad, concentración”. Landero ha aprendido que los males vinieron siempre “de la inseguridad y de la prisa”.

¿Sabe mucho Landero a estas alturas de la edad? “Puede que sí, que sepa mucho, pero todo confuso, suelto, desparejado. Un poco como en los bazares chinos, donde hay de todo, pero todo de poca calidad” (léase al respecto la página 37: sabe del erasmismo o del Conde Duque... pica de aquí y allá).

Mejor habría sido tal vez saber de las llamadas cosas prácticas, con las palabras precisas: “Saldría a pasear por el mero placer de ver cómo están hechas las cosas, aparejados los muros, alzados y sostenidos los voladizos, forjados los metales, dónde la arena brava y dónde la de miga, el cómo y el porqué de las acometidas del agua, del cableado de la electricidad, y de otras muchas cosas que desconozco o que no sé nombrar”. De ahí que El huerto de Emerson sea asimismo un canto a la infancia; “la edad de los hallazgos perdurables. Por eso es para siempre”. A “la inocencia primordial de esa edad en que aún somos naturaleza, en que amamos la vida más que su sentido, y a las cosas y a los hechos por sí mismos y no por su finalidad”. A la edad del asombro como fuente del conocimiento (cortesía de Platón).

Los mayores ya damos las cosas por sabidas, “vivimos de segunda mano”. Todo consiste en “prolongar la infancia, juntar al niño que uno fue con el hombre experimentado y hasta sabio que uno ha llegado a ser; en eso consiste el secreto del arte y la lucidez”.

Siendo un libro de lectura agradabilísima, cómoda, “cervantina”, se me desinflaba a veces (lo noto cuando marco con el lápiz errores gramaticales, página 58, por ejemplo). Defecto mío, sin duda, no de quien fuera Premio Nacional de Narrativa. Será el cansancio de la edad tardía.

A fin de cuentas, acierta de pleno Landero al develar el objetivo final de la escritura: “Lo único inexplorado que queda son los detalles, las honduras del alma”. El resto es experimento.

El huerto de Emerson, Luis Landero, Tusquets Editores, 234 páginas

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