Faro de Vigo

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Nuestra vida avanza y en el camino van quedando flecos sueltos, deshilachados, preguntas que ya no tienen respuesta, recuerdos errantes en el laberinto de la memoria, compañeros ocasionales de viaje que un día se apartaron para seguir otra ruta cuyo rumbo y destino no conocemos. Los perdemos de vista. Algunos nos resultan indiferentes, irrelevantes, incluso los habremos olvidado. Pero otros no. Son personajes que pasan por nuestra vida, permanecen un tiempo y desaparecen. Son como fugaces meteoros humanos que entran el espacio de nuestra órbita vital, dejan la estela de ese tiempo de vida junto a nosotros y una hendidura en la memoria. Y, de pronto, algo se alborota en ella y, de repente, nos preguntamos: ¿qué habrá sido de…? Por ejemplo, ¿qué habrá sido de Kathleen?

Yo tendría entre 14 y15 años cuando Kathleen llegó a mi pueblo, Betanzos, como institutriz de los niños de una familia conocida, propietaria de un edificio singular, de estilo modernista, a cuya fachada asoma un balcón de madera, como un injerto extraño e inesperado; probablemente se trata de una concesión al estilo arquitectónico gallego, o al que es propio del pueblo, algunas de cuyas calles se ven adornadas por balcones de madera con techado propio. El padre -de los niños, no de Kathleen – tenía toda la apariencia de los personajes que ilustraban mis libros de inglés: pelo muy corto, gafas y pajarita. Tan británico era su aspecto que, cuando se paraba a hablar con mi padre, casi me sorprendía que no lo hiciese en inglés.

Kathleen quería aprender español porque aspiraba a trabajar como traductora en la ONU. No sé qué años tendría; era joven, pero desde luego mayor que yo; no puedo precisar la edad, pero superaba la veintena. Y también era bastante más grande y corpulenta, alta, de textura más bien carnosa, de formas generosas y rostro inconfundiblemente irlandés. No sé cómo llegamos a hacernos amigos de verano. Aunque ya no lo recuerdo, no es improbable que llevase yo la iniciativa; estudiaba inglés y es fácil que por ese motivo me dejase caer por su vera, buscándola como interlocutora. Después, cuando ya nos conocíamos, era ella quien, si me veía por la plaza, a la que acudía con dos niños, se acercaba a mí; yo la notaba muy receptiva, aceptaba mi compañía complacida y hacía lo posible por pegar la hebra conmigo. Nos guiaba un mismo pero contrapuesto interés; ella quería hablar y practicar español conmigo y yo inglés con ella, así que aquellas conversaciones nuestras se convertían en una suerte de toma y daca, una pequeña escaramuza verbal en la que cada uno trataba de imponer justamente el idioma contrario. Al final, yo cedía en su favor y se imponía la charla en español, que es lo que a ella le convenía. Después de todo, había venido de muy lejos para aprender nuestra lengua; Kathleen era la forastera y la cortesía para con ella era obligada.

Nos guiaba un mismo pero contrapuesto interés; ella quería hablar y practicar español conmigo y yo inglés con ella, así que aquellas conversaciones nuestras se convertían en una suerte de toma y daca

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Esperando de ella una aprobación de mi inglés, alguna vez, por lo bajini, me atrevía a cantarle algunas canciones inglesas (Greensleeves, Shenandoah…) aprendidas con unos discos de la BBC (“English traditional songs”) que mi padre me había comprado para que practicase el idioma. Un día cantamos a dúo el Molly Malone, y me hacía gracia ver que sus mejillas se sonrojaban levemente, no sé si por el hecho de cantar o porque tenía presente lo que por las tabernas de Dublín se decía acerca de las ocupaciones nocturnas de la joven vendedora de pescado, después de haber deambulado de día por las estrechas calles dublinesas anunciando mejillones y berberechos frescos.

Sin pretenderlo, aquella fue como una canción de despedida; estábamos ya al final del verano y dejó de acudir a la plaza; entendí, entonces, que, terminada su estancia en España, habría regresado a su país. No he vuelto a saber de ella. Se ha perdido entre la niebla espesa del tiempo y del espacio. Ya es irrecuperable. Es como un relato inacabado que termina con una pregunta sin respuesta. ¿Qué habrá sido de Kathleen? Ignoro si llegó a aprender español con la solvencia que iba a necesitar para alcanzar su meta. Tampoco sabré ya si llegó a ser traductora en la ONU, como ella soñaba. De los niños a su cuidado debo suponer que sí llegaron a aprender inglés; es una deducción razonable porque uno de ellos, el mayor, es hoy embajador.

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