“Vamos directos a la cuarta ola”, claman los expertos. Sufren la maldición de Casandra, a quien los dioses otorgaron el don de realizar profecías que nadie creía. Me la imagino como a Iker Jiménez, reprendiendo a los troyanos mientras la ciudad arde: “Veis, os lo dije”. Nos hemos lanzado a los bares con la misma furia que la primera vez. Reincidir en el error, más que distinguirnos entre las especies, nos equipara a los ñus. Ambos cruzamos el vado por donde nos aguarda el cocodrilo. Tal vez los ñus carezcan de memoria. A nosotros no nos falta información. Volvemos a tropezar con la piedra porque ese golpe en el meñique nos gusta tanto como nos aterra. Si acaso, somos el único animal masoca.

El dolor y el placer no se oponen, sino que se complementan, igual que la vida y la muerte. De la nada en la que preexistimos, como potencia de ser, nos rescata el acto sexual que nos engendra, que reinicia la vuelta hacia la nada. La naturaleza dotó ese mecanismo de una gratificación inmediata, como si la procreación careciese de interés en sí misma. Al periodo refractario que experimentan los hombres tras el orgasmo lo denominan “la petite mort”. Eros y Thánatos se abrazan.

Cuando nos acorrala la desgracia, algunos se visten de saco, embadurnan su pelo de ceniza y procesionan por las calles flagelándose: “Arrepentíos, el final se acerca”. Otros, en cambio, se entregan al gozo más desaforado, no porque ignoren el apocalipsis, sino por comprenderlo mejor que nadie. En el búnker de la Cancillería, bajo el retumbar de las bombas soviéticas, mientras los jerarcas nazis preparaban su huida o su suicidio, soldados y secretarias se revolcaban por las esquinas, refugiándose en ese último instante de pasión.

En el eterno péndulo de la historia, a momentos de austeridad, recogimiento y angustia le han seguido otros de expansión, hedonismo y desenfreno. A la Primera Guerra Mundial, o sea, le sucedieron los Locos Años Veinte. Había que exprimir cada segundo, apurar cada gota, bailar cada canción hasta agotarse. Porque el horror seguía allí, nítido en el recuerdo, a flor de piel. Podemos pensar que aquellas gentes atolondradas desconocían que el huevo de la serpiente estaba nuevamente incubándose. Yo creo que muchos de ellos presentían el paso de la oca y por eso taconeaban con más fuerza su charleston. Todos nos hemos cobijado en el ruido huyendo de nuestros pensamientos. Todos, en algún momento, hemos preferido no abrir el sobre del diagnóstico o desatendido el siguiente amanecer. Elegimos vivir como si no nos acechase el cocodrilo.

Se ha cumplido un año de esta pandemia, que creíamos fractura pero no. Se han acelerado el teletrabajo y la robotización. Se han agravado las desigualdades. La sustancia del alma humana no ha cambiado. Hemos arado en el mar y sembrado en el viento, como dicen que se lamentó Bolívar asomado al colapso de su obra. En aquel pasado marzo pronostiqué una revolución, como Casandra. La revolución literal, copernicana, ese giro recurrente de un astro en torno a su órbita para regresar al mismo punto. La revolución lampedusiana, en la que todo cambia para que todo siga igual. Es este año y lo que somos. Amor y muerte. Solo eso.