Es interesante lo mucho que se parece Isabel II, el personaje de ‘The Crown’, a Tony Soprano. Los dos generan en los espectadores simpatía y rechazo. Justo cuando estamos comenzando a encariñarnos con ellos, cometen una injusticia o actúan de forma despiadada, en ocasiones contra miembros de su propia familia. Poco tiempo después de habernos mostrado su humanidad y su compasión, cuando creemos que no son sino víctimas de sus trágicos destinos, observamos cómo se comportan de manera infantil, sobrepasados por sus egos e irritados por los celos. Ambos forman parte de una tradición que han de proteger a toda costa. Ambos deben mantener una determinada imagen pública para no ser destronados. Ella es la jefa de un estado (y de una Iglesia) y él es el jefe de una banda de mafiosos. Pero tanto la monarca como el gánster, a fin de evitar la extinción, deben ejercer su poder. Y el ejercicio del poder, cuyos efectos embriagadores no siempre son eludibles, requiere a veces una serie de sacrificios y traiciones.

El problema surge cuando solo se quiere escuchar una parte de la historia. Elegir entre la santificación o la cancelación.

El éxito de las biografías presidenciales en Estados Unidos también tiene que ver mucho con el poder. Se calcula, por ejemplo, que se han publicado alrededor de dieciséis mil libros sobre Abraham Lincoln. Una cifra superada solo por Jesucristo en la lista de personajes históricos. David McCullough consiguió vender más de un millón de ejemplares con John Adams y Truman. Robert Caro ha dedicado gran parte de su existencia a Lyndon Johnson, sobre quien ha escrito cuatro volúmenes (ahora trabaja en el quinto) que recorren la vida de un presidente que gobernó poco más de una legislatura y no se presentó a la reelección en 1968. John Marshall, presidente del Tribunal Supremo, escribió casi mil páginas (cinco tomos) sobre George Washington. Y Thomas Jefferson se apresuró a criticarlos duramente, pues, en palabras de Joel Richard Paul, temía que con la publicación del libro sus adversarios políticos (los federalistas) podrían tomar “el control del relato” de la revolución. Según el historiador Greg Grandin, el género contribuye a perpetuar el excepcionalismo estadounidense, ya que, a su juicio, estos autores exitosos tienden a tratar algunos crímenes de sus biografiados (Andrew Jackson y el exterminio de las poblaciones nativas, etc.) como momentos de debilidad personal.

Ocurre que el poder genera este tipo de contradicciones. Uno puede admirar las políticas sociales de Roosevelt y señalar que el internamiento de ciudadanos estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial fue una atrocidad. Como también se pueden elogiar algunos textos de Jefferson, especialmente por la importancia que tuvieron éstos en la lucha de los derechos civiles, recordando su constatada hipocresía a la hora de lidiar con la esclavitud. El problema surge cuando solo se quiere escuchar una parte de la historia. Elegir entre la santificación o la cancelación. Resulta mucho más provechoso intentar comprender a los personajes, aunque luego nos decepcionen, como Isabel II o Tony Soprano, sabiendo distinguir, por supuesto, entre un crimen concreto y una organización criminal.