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Xaime Fandiño

LA ACERA VOLADA

Xaime Fandiño

La Riojana

Crónicas de niñez y juventud de un vigués deslocalizado

En los aledaños de Carral, a la entrada de la calle Ballesta, estaba ubicada la Riojana. Una bodega con un suelo de piedra lleno de serrín que, esparcido sobre la irregularidad de su superficie, ayudaba a barrer el local al final del día. La tasca tenía muy poca luz, mesas corridas, bancos de madera y estaba plagada de grandes pipas de vino fuera del mostrador. Entre billas y bocois, los clientes en círculo, charlaban a la vez que apuraban un porrón que corría de mano en mano, de gaznate en gaznate.

Lo habitual era degustar el vino de Almendralejo al natural, sin más. Algunos clientes introdujeron la moda de combinar el contenido alcohólico con un poco de azúcar, a esto le denominaron planchao, pero esto no era lo común. Lo suyo consistía en beber el clarete del porrón a pelo, tal y como salía del barril.

Para mitigar el encharcamiento en vacío rodaban los manises, como llamamos los vigueses a los cacahuetes. Pero si querías degustar algo más contundente, además del embutido, la especialidad de la bodega era el cavi, un bocata de alcurique en aceite de oliva con un sabor muy acentuado. Recuerdo que los pececillos venían milimétricamente dispuestos en una gran lata circular de la que, tanto Quico como Loli, los iban sacando con esmero y los disponían sobre el mendrugo de pan con su aceitito.

La Riojana era en los sesenta un lugar de reunión intergeneracional donde coincidían de forma simultánea jóvenes peludos, marineros, activistas políticos y profesionales de diversas procedencias.

Pero por suerte tuve la fortuna de conocer el local de niño, en los años cincuenta. Los domingos por la mañana, aún llevaba pantalón corto, mi padre me acercaba a la bodega. De aquella la regentaba todavía Esteban. Más tarde la heredaría Lolita que, junto a Quico su marido, tomarían las riendas del negocio. En esa época todavía vivía el loro que acabaría disecado en el pequeño escaparate junto a viejas botellas con etiquetas desvaídas por el sol.

El loro estaba en un palo a la puerta de la bodega. Esteban, nos dejaba subir hasta la heladería Capri y desde allí soltar el ave para que volara hasta la taberna. Una experiencia inolvidable.

La comunidad de aquellos años en la Riojana, aun no la habíamos invadido los yeyés, estaba compuesta por personajes muy singulares de la estiba portuaria, la marinería y otros trabajadores de la industria local. Aún puedo poner cara a personas cómo Rómulo, Carbón, el limpiabotas o al padre de Polo, el excepcional pandereteiro vigués. De aquellas visitas con mi progenitor a la bodega conservo un precioso Colt 45 de juguete, todo en metal, con una empuñadura de nácar decorada con piedras rojizas que me regaló un amigo de mi padre recién llegado de América. La pistola nunca funcionó bien, pero su aspecto a escala real era inmejorable; estaba orgulloso de salir con ella a la calle dentro de una cartuchera, para jugar con los colegas del barrio a indios y vaqueros.

Ya en la época de Quico y Lolita algunos jóvenes y adolescentes, coincidíamos simultáneamente como clientes de la bodega con nuestros padres. Ellos en la barra y nosotros al fondo del local cantando con nuestras guitarras de bazar. Nos sentábamos en una mesa situada delante de una puerta que daba al retrete, una especie de letrina con un agujero en el suelo, y de otra estancia que albergaba a una diminuta cocina-almacén.

En la Riojana no había prohibición alguna, excepto el respeto a los demás. Era un local abierto a todas las manifestaciones, ideologías y opiniones. A pesar del nivel de alcohol circundante, así como la diversidad de posiciones respecto a la militancia política o estética de sus clientes, no recuerdo ninguna bronca destacable. Quico y Loli, manejaban muy bien y con mucho tiento al personal. Eran muy distintos, Lolita una mujer con los pies pegados a la tierra y Quico un aventurero soñador, políglota, gran conversador, abierto a escuchar y vivir cualquier experiencia. En petit comité le gustaba contar historias de sus andanzas y singladuras por el mundo. Presumía de conocer en distancia corta a muchas personalidades, entre ellos a Frank Sinatra.

Cuando Chimay y yo a mediados de diciembre del 2016 presentamos nuestra propuesta musical Deteriorados en la cafetería O Castro, al lado del Olivo, Quico leyó nuestros nombres en el FARO y se acercó al concierto. Hacía más de treinta años que no nos veíamos. Fue un encuentro muy emotivo. Estaba mayor, nosotros éramos unos adolescentes cuando él era ya todo un señor, pero todavía conservaba su porte de dandy y la sonrisa amable. Hace unos meses, durante este encierro pandémico, me enteré que el bueno de Quico nos había dejado.

El Vigo de nuestra generación no se entiende sin La Riojana. La bodega fue una especie de coworking natural en el que se crearon, interpretaron y corrieron canciones, charlas informales, consignas políticas así como todo tipo de iniciativas culturales y artísticas.

Para Quico, in memoriam.

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