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Armando álvarez

Escambullado no abisal

Armando Álvarez

En la cola

Hilera de personas esperando a ser vacunadas en el Ifevi durante este sábado, una jornada de récord con 11.900 vigueses citados.

Es posible comprender a Miguel Bosé cuando caminas hacia la vacuna arrastrando el paso, en largas filas, convertido en un código que se escanea. Esa deshumanización aplasta cualquier vanidad. Te recuerda que eres uno entre millones; el más prescindible del enjambre. No existe ninguna divinidad en la carne tibia que la aguja penetrará ni poesía en el formulario que la enfermera recita como una letanía. De los corderos llevados al matadero apenas nos separa la costra de la evolución. Una vacilación de la temperatura, quizá una esquirla de meteorito, y habríamos sido nosotros los chuletones de sus supermercados.

Casi todas las pesadillas distópicas incluyen colas: Metrópolis, 1984, Gattaca... La cola es totalitaria. Nos recuerda a la España del racionamiento o a la Unión Soviética a punto de derrumbarse sobre sus contradicciones. La cola nos encarrila como en una ecuación. Es, de hecho, el mismo proceso burocrático aplicado en los genocidios: números que se apuntan y se tachan; el individuo diluyéndose en la categoría. No me han vacunado a mí, Armando Álvarez Castro, sino a un sujeto cualquiera conforme a su fecha de nacimiento y lugar de residencia. Y no porque mi existencia importe, sino como procedimiento estadístico. Nos sustancia lo binario. Unos y ceros. Contribuyentes y sustractivos. Vivos y muertos.

El hombre libre no espera su turno ni sigue las flechas. Zigzaguea, husmeando su camino como un zahorí. Impone su voluntad al rebaño. Me creo John Wayne mientras abandono Cotogrande y respiro bajo la lluvia. En ese momento me doy cuenta de que solo ha transcurrido media hora desde que entré gracias a una rutina que alguien ha diseñado con eficacia. Y que en ese breve lapso la posibilidad de que fallezca por culpa de un virus voraz se ha reducido. Que ese picotazo que ni he notado, aplicado con pericia, me aproxima al mundo que dejé atrás, como todos, hace año y medio; sin mascarillas que nos impidan besarnos.

A veces flaquea mi fe en el ser humano y temo que nos hayamos atascado en nuestras miserias. Sin duda esa oscuridad nos compone. También nuestra cuota de luz. Hemos sido capaces de desarrollar un sistema social que ha reducido la letalidad de una enfermedad que hace escasas décadas habría multiplicado sus víctimas. La mayoría viviremos algún tiempo más del que nos habría correspondido. Que merezca la pena es cosa nuestra.

Estados Unidos ha superado nuestro ritmo. Su cultura prima la individualidad. Cada uno ha de labrarse su destino, sin descargar en otros tal responsabilidad. Tenemos mucho que aprender de ellos

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En España hemos vehiculado la campaña de vacunación a través de la sanidad pública. Estados Unidos, un país extraordinario que ha conformado la identidad del planeta durante el último siglo, ha superado nuestro ritmo. Su cultura prima la individualidad. Cada uno ha de labrarse su destino, sin descargar en otros tal responsabilidad. Tenemos mucho que aprender de ellos.

Esa mentalidad incluye su peaje. Cada paciente de COVID ha afrontado un gasto medio de 23.000 dólares, que tal vez su seguro no cubría. A los familiares de algunos fallecidos les han llegado facturas monstruosas. Es su cotidianeidad, que asalta en cada recodo. En Modern Family, Phil Dunphy, agente inmobiliario, tiene que vender la casa de su antiguo vecino, que se ha divorciado y se ha mudado a un cuchitril.

–¿Has podido mirarte esa oferta? –le pregunta Dunphy, que pretende que la rechace porque los compradores le desagradan.

– Sí, es genial, por fin podré mudarme a un sitio mejor... o hacerme esa colonoscopia que me dice mi médico.

Es la quinta vez que veo el capítulo. La brutalidad de la broma me había pasado desapercibida. Habitamos un país inferior en mucho. Pero en el que nadie se condena a la ruina si una mañana, mientras se acicala frente al espejo, se descubre un ganglio inflamado. Tu fortuna no siempre depende de tu esfuerzo o valía. A veces todo cambia con un resbalón, como el que sufrió mi padre a trece metros sobre el suelo, en la grúa que estaba montando. Tenía 33 años. La magra pensión que le quedó no hubiera alcanzado a costear todas sus hospitalizaciones y operaciones en los 46 años que aún vivió. Cada uno de sus días fue para mí el más precioso regalo.

Nuestra sanidad pública, aunque mejorable, es una joya en permanente riesgo: por la desidia de cierto personal, los políticos que la desmontan pieza a pieza o la indiferencia de los ciudadanos. Solo cuando se nos hincha un ganglio o estalla una pandemia apreciamos su valor. Mientras me sacudo la lluvia en Cotogrande, me enorgullezco de cada céntimo de mis impuestos, que constituyen mi patriotismo. Esos que acaban de compartir cola conmigo, junto a los que he tejido esta maravillosa red de protección que acoge a tantos como mi padre, no son cifras intercambiables ni rostros anónimos sino mis hermanos.Y al menos durante un instante me siento menos solo en este universo infinito.

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