Antonio García-Trevijano solía removerse en su asiento cuando, durante las tertulias televisivas, algún bienintencionado comentarista, apelando a los protagonistas de la Transición, reivindicaba el consenso para superar la discordia nacional. El pensador republicano y fundador de la Junta Democrática pensaba que el consenso es “un valor negativo” y “contrario a la libertad”. Quería decir con esto que el consenso, a diferencia de un acuerdo concreto llevado a cabo por unanimidad (unos concejales que votan a favor de un sistema de recogida de basuras en un ayuntamiento, por ejemplo), es un principio a priori: quienes participan en él renuncian a ser lo que son para unirse en un proyecto que no define a nadie. Así, tras ejecutarse una transacción que perpetúa la uniformidad de pensamiento, se impide que florezca el pluralismo y, por ende, una democracia plena. España, siguiendo ese razonamiento, no es más que una oligarquía de partidos (la famosa partitocracia), en la cual no existe una auténtica separación de poderes y las formaciones políticas no emergen de la sociedad civil sino de las mismas estructuras del Estado.

El diagnóstico de Trevijano, el último rupturista que le quedaba al régimen del 78, acabó siendo paradójicamente asumido en espacios opuestos del espectro ideológico, a pesar de no coincidir en las soluciones, desde la oposición mediática a los gobiernos de Felipe González (contra la corrupción y el hiperliderazgo) hasta el movimiento ciudadano del 15-M (contra la corrupción y la crisis de representación), ocupando un espacio cada vez más amplio en la prensa generalista. Ahora parece que se está produciendo un desmantelamiento progresivo de ese consenso establecido a finales de los años setenta; se pone en cuestión el bipartidismo, la monarquía, el sistema de las autonomías o la unidad territorial. Se habla de una “España plurinacional” o “federal”, de “una nación de naciones”. Incluso de una “confederación”. Se especula sobre “un horizonte republicano”. El consenso del 78 parece necesitar protección y promoción. De ahí que se creara hace poco una plataforma cívica para la defensa de la Constitución.

Pluralismo, sí, por supuesto, hasta conseguir que se imponga el (su) pensamiento único. Una democracia hecha a medida.

En Estados Unidos, el consenso dio nombre a una corriente historiográfica que tendía a desdeñar ciertos conflictos (raciales, económicos, etc.) subrayando unos valores comunes (la libertad individual, la propiedad privada y el capitalismo) que sintetizan la identidad estadounidense. En los años sesenta esta teoría se vino a bajo con los derechos civiles, el movimiento feminista, la revolución hippie y el auge del nuevo conservadurismo. Estos acontecimientos demostraron que en el país conviven personas con pensamientos y valores muy distintos, en ocasiones radicalmente enfrentados. Del conformismo de la era de Eisenhower se pasó a una época convulsa de experimentación creativa y sexual, con disturbios callejeros y manifestaciones masivas, en la que los ciudadanos, entre ellos intelectuales destacados, cuestionaron el papel de las instituciones.

Ocurre que, en España, como sucede con el bipartidismo, quienes aspiran a desactivar el consenso (del 78) lo que pretenden, en realidad, es sustituirlo por otro. Y, para colmo, sin alcanzar la mayoría, ignorando a la mitad de la población y despreciando a los que se sienten satisfechos con lo realizado hasta la fecha. Intercambiar una partitocracia por otra. Pluralismo, sí, por supuesto, hasta conseguir que se imponga el (su) pensamiento único. Una democracia hecha a medida.