Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Xaime Fandiño

LA ACERA VOLADA

Xaime Fandiño

Economía de subsistencia

La economía obrera de la mayoría de las familias de los vigueses de finales de los cincuenta y principios de los sesenta no estaba para echar cohetes. En las casas, como decía mi madre “entraba aquello y nada más” y con eso había que vivir. La suerte de la mayoría de los padres de familia -de aquella pocas madres trabajaban fuera del hogar-, era que en general disponían de un empleo con continuidad en las empresas importantes de la ciudad y su contorna, casi todas relacionadas en ese momento con procesos industriales, el mar o el comercio. Los puestos de trabajo en el tejido industrial de la ciudad, aunque parcos en el montante salarial, eran menos volátiles que en la actualidad y eso permitía a las familias disponer de un horizonte económico mínimamente estable para cubrir las necesidades del clan. Así, en aquella España autárquica y aislada del mundo, aunque lo cobrado no daba para demasiadas alegrías, la seguridad de un puesto de trabajo con continuidad a medio-largo plazo, permitía ir cumpliendo con los compromisos esenciales de la parte inferior de la pirámide de Maslow, es decir, los fisiológicos, los relacionados con la seguridad y levemente, los que tenían que ver con la actividad social. Estos últimos, se llevaban a cabo con reservas, es decir, siempre que no implicaran un desembolso económico extra. En la jerarquía que propone Maslow relacionada con las necesidades humanas, los dos ítems que aparecen más próximos a la cima de la pirámide, como son la autoestima y la autorrealización, en aquel momento jugaban en otra división y, por desgracia, no eran demasiado accesibles para las familias del proletariado. Su realización estaba destinada en casi en exclusiva a pequeños grupúsculos de la élite local.

En este escenario, el motor de la economía familiar era la llegada a casa de “el sobre”, que era como se denominaba a la nómina que, con cadencia semanal y no mensual como ahora, hacía que se fueran saldando las deudas contraídas a lo largo de la semana.

La masa trabajadora no tenía todavía acceso ni a los talonarios, ni a la letra de cambio, ni a otros modos de transacción comercial aplazada, más allá de la confianza entre el comerciante y el cliente. Tal es así que, casi todas las familias que generalmente vivían al día, tenían crédito en los ultramarinos de proximidad. En los barrios era habitual que las tiendas de comestibles tuvieran una libreta con una hoja para cada cliente en la que el tendero iba apuntando las compras que realizaba y que serían abonadas al final de la semana cuando llegaba a casa “el sobre”. Cuando tu madre te enviaba a comprar algo a la tienda había dos formas de cubrir su coste: llevar el dinero en mano o utilizar la frase: “me lo apuntas”. Era una relación basada en la confianza mutua y, al contrario que en las transacciones bancarias, no tenías que firmar nada, ni había penalización de intereses por pago aplazado. Tenderos y familias vivían en simbiosis y unos tiraban de los otros.

Pero ese código relacional económico-comercial no se empleaba únicamente en las cuestiones alimenticias con los ultramarinos de proximidad, había otras necesidades como el vestido que también estaban asociadas a esta especie de pago en demora basado en el conocimiento y la confianza entre los actores del proceso: clientes y comerciantes. Recuerdo que para comprar la ropa que me iba haciendo falta, pues los niños además de crecer, corríamos y jugábamos en analógico destruyendo zapatos, pantalones y coderas, mi madre me llevaba a un comercio, así le llamábamos a cualquier tipo de negocio de confección de venta al detalle, que estaba situado en la zona de la Plaza de la Constitución. Antes pasábamos por la Confitería Pereiro y me compraba un dulce, que era como denominábamos de forma coloquial a los pasteles. A continuación doblamos la tienda anticuaria Arte y, en esa callejuela denominada Joaquín Yáñez, a la izquierda, había un comercio dedicado a la confección muy mal iluminado y con un pequeño escaparate en el que no recuerdo nada atractivo, al contrario de lo que se presentaba en los del entorno de Príncipe, la milla de oro de la ciudad, tales como Lugano con su jersey de lana de Vicuña de 5.000 pesetas. Una cantidad desorbitada para la época y que estuvo en su escaparate durante mucho tiempo. Me imagino que funcionó muy bien como reclamo de la categoría del establecimiento, también estaba la peletería Makary, Layton con sus atracciones para niños, Gladys, Ropal etc. Estos lugares, al contrario del elegido para la adquisición de mi estilismo, eran bonitos, pero eso sí, no acordes para economías de subsistencia. Así, en esa tienda “de cuyo nombre no quiero acordarme…”, mi madre le iba diciendo al dependiente las necesidades y él iba sacando cajas. Después de las pruebas pertinentes y, asegurándose de que las prendas adquiridas me iban un poco amplias para cubrir los estirones y no tener que volver por allí al menos hasta la próxima temporada, al finalizar la compra le daba en mano al dependiente un anticipo sobre las prendas adquiridas y posteriormente, cada mes, como un reloj, le iría haciendo entregas a cuenta hasta saldar la deuda. No había letras de cambio ni otro tipo de contrato comercial más allá de la confianza del comerciante y la honorabilidad del cliente. De todo lo comprado ahí solo tengo el recuerdo de un impermeable de moda en aquel momento que se denominaba Piuma d’oro. Me imagino que el apelativo estaba relacionado con que pesaba muy poco. Era una especie de plástico ligero por el que no calaba el agua. Se componía de un conjunto que tenía asociado además una gorra y un cinturón. Todo en plástico, un material muy novedoso en la época del Tergal. El impermeable creo recordar que lo publicitaba una especie de ratón antropomórfico y su eslogan era Piuma d’oro. Bello, bellisimo.

Muchos de mis colegas, como yo, hijos de trabajadores de la industria local, vivieron de este modo la experiencia comercial. Cada progenitor tenía sus lugares de confianza en las tiendas de ultramarinos de proximidad para el avituallamiento y, para el abastecimiento de vestuario, utilizaban este tipo de comercio minorista de compra a plazos alejado de las firmas exclusivas de la Calle del Príncipe. Tiendas como JOPERRI de donde los vigueses sacamos la expresión: “jorobados pero risueños” en la que, por cierto, se abastecía la familia de mi colega Chimay o Las Tres BBB (bueno, bonito y barato), son ejemplos de esa economía de subsistencia que nos tocó vivir.

En el plano del avituallamiento para muchas familias de la época no podemos olvidar la gran labor de los economatos. Las empresas más grandes disponían de un local de venta de productos en exclusiva para sus trabajadores a precios menores que en el mercado detallista. Recuerdo el economato de Casa MAR, donde había de todo y las familias de los marineros podían adquirir o sacar, como se denominaba en el argot, los productos con cargo al trabajo que estaban desarrollando ese momento durante la marea en alta mar.

En Urzaiz, arriba de todo, a la altura del cruce de Llorones y a la entrada de la Travesía de Vigo, frente al bar Cabanelas, había una gran fachada ciega en la que había pintado un gran reclamo tipográfico de la Caja de Ahorros Municipal de Vigo que rezaba así: “Ahorrar es asegurar la independencia”. En las familias, la que más y que menos tenía una cartilla de esa Caja local, pero lo del ahorro no estaba fácil. Los progenitores bastante tenían con poder cumplir religiosamente con las entregas a cuenta de las compras aplazadas, tanto en los ultramarinos de proximidad como en el comercio detallista.

Compartir el artículo

stats