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Las primeras fábricas de gaseosas y sifones

Santos Garrido en la carretera de Orense, Barros Franco en la calle Sierra, y Saturnino Paz en Campolongo, coparon el mercado a principios del siglo XX (1)

El carro de caballos fue el principal medio de reparto de gaseosas y sifones en Pontevedra a principios del siglo XX. | // FDV

Las fábricas de gaseosa y sifones comenzaron a instalarse en Galicia durante la década de 1870. De aquella, El Porvenir anunciaba su venta en Pontevedra y remitía a todos los interesados a la casa número 3 de la calle de la Oliva para conocer las condiciones barajadas. Otra noticia breve, aunque más precisa, publicitaba una fábrica de limonadas y sodas en el número 44 de la calle Santa Clara, a nombre de Sanjurjo y Gundín.

Las primeras fábricas de gaseosas y sifones

Juan Santos Garrido, nacido en A Moureira y fallecido en Mourente, inició a finales del siglo XIX una saga dedicada a la fabricación de gaseosas y sifones, entre otros negocios varios que puso en marcha a su regreso de Paraguay donde amasó una pequeña fortuna.

Posteriormente, su hijo Gabriel Santos Montes primero y después a su nieto Manuel Santos Villar, prosiguieron la estirpe comercial con su nombre y apellido como marca y sinónimo de garantía, ayudados por algunos de sus hermanos. Y con la participación de algunos socios, la familia Santos creó finalmente “El Ama”, marca bien recordada todavía por su notable proyección.

A principios del siglo XX, Eduardo Barros Franco y Saturnino Paz Martínez pusieron en marcha al mismo tiempo sus respectivas fábricas. El primero fue un emprendedor nato, más pudiente y mejor relacionado -era cuñado del renombrado político José Boente Sequeiro- que el segundo, aunque sin menospreciar a éste en absoluto. Además, hizo dos cosas muy novedosas en aquellos años, que no emuló nadie en Pontevedra: por una parte, inscribió sus dos apellidos Barros Franco como marga registrada, que luego utilizó en sus gaseosas y sifones; y por otra parte, viajó nada menos que a París a finales de 1901 para adquirir e instalar en su fábrica la maquinaria más moderna.

Villa Campolongo acogió en aquel lugar la fábrica de Saturnino Paz Martínez, que elaboró gaseosas de distintos sabores: limón, naranja, fresa, piña y frambuesa. También hizo sifones de varios tamaños, grandes y pequeños, y presumió de unos ponches de cerveza de sabor difícilmente imaginable. Y para ofrecer a su clientela un servicio a domicilio contó con los ultramarinos de Francisco y Ernesto Paz, así como las dos confiterías de la Viuda de Pedrosa. La docena de gaseosas costaba entonces 1,50 pesetas, y los sifones grande y pequeño, respectivamente 30 y 15 céntimos.

Aquella aventura empresarial de Saturnino Paz solo duró cinco años y en 1906 anunció “por imposibilidad de atenderla” la venta de la fábrica y todos sus enseres, tanto las máquinas como los envases y las carrozas del transporte y reparto. Así mismo anunció el alquiler de la casa, de bajo y piso con huerta y pozo, frutales y viñedos, en una extensión de 312 ferrados.

De Campolongo marchó Paz Martínez a vivir en Mourente y probó suerte en la política local con escasa fortuna. No resultó elegido concejal por el distrito de Santa Clara, donde seis candidatos se disputaron tres plazas. Solamente alcanzó más tarde la nominación de juez municipal suplente, aunque renunció pronto a ejercer dicha función.

Poco después de la desaparición de la fábrica de Saturnino Paz, llegó a esta ciudad José España Badía procedente de Vilagarcía para montar La Inglesa en las inmediaciones de los Jardines de Vincenti. La Inglesa fue la primera marca comercial que no utilizó el nombre y apellido del propietario del negocio y tuvo presencia en Santiago, A Coruña y Lugo, además de Vilagarcía, gracias a los buenos oficios de España como agente comercial.

Si Paz Martínez se alineó con los liberales, España Badía hizo lo propio con los republicanos liderados por Joaquín Poza Cobas, y llegó a ejercer como vicepresidente del partido en Pontevedra, hasta su fallecimiento en 1910. La Inglesa continuó funcionando después, bajo la gestión de su viuda, Dolores Bastos. Por su parte, Peregrina Montes, viuda de Juan Santos, hizo lo mismo con la fábrica instalada por su marido en la carretera de Ourense, aunque con la implicación de sus hijos.

La fábrica de gaseosas y sifones de Juan Santos no alcanzó mucha popularidad en un primer momento, porque compartió sus instalaciones con otros negocios varios, desde un almacén de cerámica y otro de carbón, hasta la venta de explosivos. Esa diversificación soslayó la proyección inicial de dicha fábrica, que luego impulsó la segunda generación.

De cualquier forma, la fábrica de Barros Franco fue sin duda la mejor de su tiempo y se ubicó en una casa blasonada de la calle Sierra-César Boente, con un gran patio interior. Antes había sido fonda y parada de arrieros y carromateros llegados a Pontevedra cargados de mercancías, y también cobijó un asilo de pobres y desamparados.

Solterón empedernido, Eduardo Barros vivió para el trabajo y subió un escalón, tanto profesional como social, cuando de oficial pasó a secretario municipal en 1912 tras la jubilación de Valentín García Temes. Esa tarea desempeñó hasta su fallecimiento siete años después, con un ojo en el Concello y otro en su fábrica, sin descuidar ambas cosas.

Precisamente una nota necrológica puso de relieve su condición de promotor de la tertulia del Sifón Club, sin ofrecer ningún otro detalle significado. Tal denominación remitía claramente a la acreditada fábrica, pero los principales cronistas locales casi nunca glosaron aquel parlamento.

A su muerte, la fábrica de Barros Franco pasó a manos de Demetrio Martínez en 1932 y con el nombre del nuevo propietario se hizo popular y siguió funcionando los siguientes veinticinco años; es decir, casi media vida.

Durante la década anterior, una fábrica de nuevo cuño montada por Eduardo Feijóo Mantilla en la avenida del Uruguay, entró con mucha fuerza en el mercado pontevedrés. Y también Gabriel Santos se volcó especialmente con la comercialización de las gaseosas y los sifones que llevaban su apellido. A esta nueva generación representada por Santos-Demetrio-Feijóo, que pisó muy fuerte y compitió con nobleza antes y después de la Guerra Civil, dedicaremos la siguiente crónica el próximo domingo.

La tertulia del Sifón

El cronista por excelencia de la Pontevedra de antaño, Prudencio Landín Tobío, nunca glosó la tertulia del Sifón Club, también conocida como el Club Barros por sus anfitriones, los hermanos Eduardo y Camilo Barros Franco. De ahí su desconocimiento actual. Solo Viñas Calvo incluyó algunas referencias a aquellas animadas reuniones en sus libros de anécdotas. La política, tanto provincial como nacional, centraban la atención de sus asistentes habituales. No por casualidad, entre sus participantes más ilustres estaban los hermanos Augusto y Moisés González Besada. El primero incluso asistía cuando era ministro y solo estaba de paso por esta ciudad. Viñas Calvo contó que un carpintero de la familia de los servilleteiros avisaba en voz alta a su vecino Silvio, un hojalatero muy reverencioso, la proximidad de cada asistente. Y éste salía raudo y veloz a hacerle el saludo. “¡Silvio, don ministro a la vista!”, gritaba cuando veía a don Augusto. Hasta que un día, Besada sorprendió por la espalda al impertinente servilleteiro. Ante su cara de sorpresa, le dijo con sorna: “Tenga usted la amabilidad de comunicar a Silvio que está aquí don ministro”. Así terminó con aquel incómodo ritual.

Un exigente bando

A fin de garantizar una potabilidad óptima y también una limpieza absoluta en todo el proceso de fabricación de gaseosas y sifones en Pontevedra, con el objetivo de lograr una salubridad plena en la producción final, el alcalde Mariano Hinojal dictó en verano de 1928 un estricto bando que recogió las recomendaciones propuestas desde el Laboratorio Municipal. “Un agua sencillamente saturada de ácido carbónico”, y mezclada con los jarabes correspondientes, de acuerdo con sus propios condicionantes específicos. Este requisito principal impuso el citado bando, junto a la exigencia de la potabilidad y pureza del agua desde el punto de vista bacteriológico. Igualmente reclamó un lavado eficiente de ambos envases, siempre con agua corriente y potable, en ningún modo dentro de vasijas de agua estancada. En suma, demandó “un aspecto en su interior de irreprochable limpieza”. El bando también requirió un precintado inalterable, “que imposibilite su apertura sin la inutilización de aquél”, junto con la identificación del fabricante. El alcalde Hinojal subrayó que su incumplimiento llevaría consigo el decomiso de la mercancía, una multa y la divulgación del nombre del infractor.

La sacarina prohibida

La utilización de la sacarina en las fábricas de gaseosas estuvo terminantemente prohibida mucho tiempo en España, hasta pasada la Guerra Civil, por considerarse una sustancia nociva para la salud. A pesar de eso, algunos industriales no tuvieron ningún empacho en saltarse la normativa, desafiando a la autoridad competente en aras de un mayor beneficio. Cuando el farmacéutico Eduardo Mosquera resultó elegido como director, con el encargo de poner en marcha el Laboratorio Municipal en 1909, enseguida las fábricas de gaseosas estuvieron en su punto de mira. Las primeras inspecciones en fábricas de Pontevedra, Marín, Pontecaldelas y Sanxenxo, municipios que estaban bajo su jurisdicción, se saldaron con fuertes multas de 500 pesetas a cuatro empresas por empleo indebido de sacarina, entre ellas a La Inglesa, de la viuda de José España. Algunas veces se obviaban públicamente los nombres de los sancionados, circunstancia que originó la queja de los demás fabricantes, por la sombra de sospecha que recaía sobre el sector en general. Barros y Feijóo resaltaron siempre sus buenas prácticas frente a aquellas adulteraciones tan perseguidas.

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