Descontrolados y al alza. Así encajan los bolsillos de las familias los precios de la energía que se les vienen encima justo ahora que recién acabamos de dejar atrás el estado de alarma por el coronavirus. Sin apenas respiro, la desescalada pandémica da paso a una galopante escalada del coste de la luz, que deja tiritando a hogares y empresas. Por si fuera poco, el “mazazo” de la electricidad se suma al “sablazo” de los carburantes, que en apenas dos semanas se han aupado a registros máximos desde 2014. Lógica la alarma social por tan desbocados costes en productos de primera necesidad. Todavía muy poco se atisba del cacareado horizonte de la recuperación que proclaman nuestros gobernantes, pero lo que sí ya percibe en tiempo real la sufrida clase media es el embate exprés en sus economías de estos aumentos devastadores de precios, inmersos como aún estamos en la demoledora crisis del coronavirus.

Llega la desescalada sin dar tregua al impacto de tener que enfrentarse a la “cuesta” energética de junio más cara de la historia. De súbito, familias y empresas se han dado de bruces con un fortísimo encarecimiento de la luz y de los combustibles que castiga doblemente sus ya depauperadas arcas, exhaustas por la pandemia. El coste del gas natural, los derechos de emisión de CO2 y la alta demanda de electricidad por el alza de las temperaturas alimentan las tarifas. Los precios eléctricos se han disparado en el mercado mayorista. No ocurre solo en España; otros países también lo sufren, aunque no todos por igual. Así la tarifa de la electricidad en España se dispara como la más elevada de Europa a las puertas del verano. En tan solo dos semanas, la factura de la luz ha aumentado hasta un 45% y repostar carburante resulta un 22% más caro.

El pasado 1 de junio entró en vigor la nueva estructura del recibo de la luz, con la que el Gobierno pretendía racionalizar los consumos y aliviar los gastos. O mucho cambia la tendencia, o de persistir su situación actual, la evolución apunta a lo contrario. Tanto es así que, en un intento de aplacar la creciente contestación social, el Ejecutivo viene de anunciar esta semana que estudia suspender temporalmente el impuesto a la generación eléctrica del 7% que pagan los productores y que después repercuten al mercado e incluso, más allá, no descarta rebajar el IVA de la luz, del 21%, uno de los más elevados de la Unión Europea. Así, por ejemplo, la vecina Portugal lo recortó del 23 al 6%, en Reino Unido es del 5%, en Francia del 5,5%, en Grecia del 6% y en Irlanda del 13,5%.

En paralelo a la instauración de la nueva factura de la luz, el precio mayorista de la electricidad (que repercute sobre el 35% de la factura) ha escalado a cotas históricas. Se trata de dos circunstancias diferenciadas, sin conexión de causa y efecto. O así debería ser: la vicepresidenta Teresa Rivera ha reclamado a la Comisión Nacional de Mercados y la Competencia que vele por que no se haya producido algún “comportamiento irregular o mala práctica de mercado” para incrementar el precio final de la luz justo ahora. Esta comunicación puede tener como motivo que haya sospechas por parte de la Administración, o bien se trate de un gesto para rebajar el coste político de la inquietud generada en las últimas semanas. En ninguno de los dos casos ayuda a disipar las dudas ni los recelos que cunden justo en el momento en que el nuevo modelo de facturación debía ser un paso adelante para aclarar la opacidad de este mercado para el consumidor.

La luz y los carburantes son productos de gran demanda que no se consumen por placer sino por necesidad. Hacer cuanto esté en su mano para bajar de manera efectiva su factura, debiera ser tarea de obligado cumplimiento de los gobernantes.

Por una parte, la nueva factura divide en tres franjas horarias los precios con mucha distancia entre las denominadas punta y las valle y llanas. Este modelo tiene como objetivo redistribuir el consumo de forma más uniforme a lo largo del día para racionalizar la generación de energía, algo que tendría beneficios tanto económicos como ambientales; y el sobrecoste para el usuario, dependiendo de que ajuste o no sus hábitos de consumo, debería ser de unos pocos euros al mes a favor o en contra, o incluso neutro, sin necesidad de prácticas extemporáneas como centrifugar la colada durante la madrugada, si el consumo se traslada al fin de semana o las horas llano. La diferencia de precio sería, en este diseño, más bien una señal para racionalizar el consumo. Sin embargo, hasta que las facturas empiecen a llegar no se comprobará si el resultado final es este, o si bien los consumidores se toparán con un encarecimiento del suministro especialmente sangrante en el contexto económico actual: de ser así, quizá se podría concluir, por ejemplo, que la distancia entre las horas de mayor y menor coste quizá podría haber sido no tan radical como se ha definido.

Pero tras este temido encarecimiento de las próximas facturas de la luz influye otro factor. El precio mayorista de la luz se ha disparado por el impacto que ha tenido en él el de las centrales de gas de ciclo combinado. Este tipo de generación está penalizada por los derechos de emisión de CO2, cuyo coste se ha disparado tanto por la misma naturaleza de esta carga –una medida destinada a redirigir el sistema eléctrico hacia las renovables, con sólidas razones ambientales y que no tiene marcha atrás– como por movimientos especulativos en este mercado. Que entre ellos no figure la oportunidad creada por el hecho de que el consumo en horas punta pueda llegar a encarecerse más que notablemente por el efecto combinado de la nueva facturación y la situación del mercado debería ser el objetivo de las averiguaciones de la CNMC. La confusión generada exige transparencia, especialmente cuando sean datos reales, y no vaticinios, los resultados de esta confluencia de una metamorfosis estructural del mercado de la energía y la situación coyuntural del mercado.

Paralelamente, con los carburantes, el incremento registrado es también sideral. Por lejos que parezca, estos días ha pasado poco más de un año desde la última vez que la cotización del gasóleo apenas superaba el euro por litro en Galicia. Fue concluir el toque de queda y los precios de los combustibles ya se han encarecido por encima del 25% en algunas estaciones, con precios inéditos desde 2014. En nuestra comunidad, llueve además sobre mojado. Si con el denostado impuesto del “céntimo sanitario”, que la Xunta aplicaba en su tope máximo, los precios eran de los más caros de España, ahora que las tasas se han unificado para todas las comunidades, también lo siguen siendo. Lo evidente es que no hay justificación alguna para que aquí repostar carburante sea mucho más caro que en otros territorios, donde las diferencias son notorias, pero nada realmente efectivo se ha hecho para atajarlo.

En lo general, nadie cuestiona tampoco el tránsito del modelo energético actual hacia otro más limpio y respetuoso con el medio ambiente. Por supuesto, que nadie quiere dejar a las próximas generaciones un planeta inhabitable. No obstante, otra cosa bien distinta es que la mejor forma de contribuir a esa transición sea hacerlo exigiendo más sacrificio económico e impositivo –a la espera de que el Gobierno cumpla su amenaza de elevar la presión fiscal sobre el diésel– a la ya muy renqueante economía familiar y a las empresas que tratan de salir adelante. La luz y los carburantes son productos de gran demanda que no se consumen por placer sino por necesidad. Hacer cuanto esté en su mano para bajar de manera efectiva su factura, debiera ser tarea de obligado cumplimiento de los gobernantes. No una mera promesa, otra más en la agenda social de turno.