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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Erótica de monasterio y ministerio

La obsesión por el sexo, otrora cosa de clérigos, ha pasado a ser vicio de políticos que también suelen hablar desde el púlpito. Es ahora un ministerio el que gestiona los asuntos de la libido, quitándole así todo el encanto que le daba su misterio a esos actos privados de pareja que, según es fama, no tienen enmienda.

Erótica de monasterio y ministerio

Probablemente por razones de discreción, el departamento que se ocupa del negociado de erotismo luce el nombre –más bien neutro– de Ministerio de Igualdad. Pero tal vez se trate de un mero eufemismo.

Es difícil separar del sexo, en sentido amplio, la mayor parte de la actividad que desarrolla el ministerio dirigido por Irene Montero. Su función administrativa se centra, entre otras cosas, en vigilar que las parejas se apareen previo compromiso explícito de las dos partes o, al menos, de una de ellas; lo que no deja de ser razonable. Nunca está de más fijar el delgado hilo que separa un coito consentido de un abuso o algo peor.

Con igual buen criterio atiende a las relaciones de homosexuales, lesbianas y demás personas incluidas dentro del amplio apartado de la LGTBI+. Aunque algunos de los afanes ministeriales resulten polémicos y a veces pueda adivinarse un exceso de celo, la defensa de minorías largo tiempo marginadas no puede ser más que elogiable.

Los propósitos son muy diferentes y hasta contrarios, desde luego; pero ambas partes coinciden en su pasión por reglamentar el dominio de las relaciones íntimas

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Por raro que parezca, eso sí, tales inquietudes coinciden con las de la religión, también volcada en las cuestiones de entrepierna. Los propósitos son muy diferentes y hasta contrarios, desde luego; pero ambas partes coinciden en su pasión por reglamentar el dominio de las relaciones íntimas.

La influencia de los curas ha decaído hasta hacerse irrelevante, aunque no siempre fue así. Durante el largo período de catolicismo nacional y obligatorio que vivió España bajo el régimen de Franco, todo el sexo extramatrimonial estaba prohibido. Y aun entre los casados, la única postura aceptable para practicarlo era –lógicamente– la del misionero.

Los bailes, un suponer, eran espacios demoniacos en los que Satanás tentaba a las jóvenes con la necesaria ayuda de los varones en celo. El baile agarrado, en concreto, era un “ejercicio público de lascivia y fornicación”, según los más extremados guardianes de la moral de la época.

Obsesionados por el sexo, los moralistas del franquismo alertaban de los peligros de la masturbación, que reblandecía la médula de los huesos y hasta podría llegar a provocar la ceguera.

Por supuesto, los homosexuales eran gente de hábitos invertidos a los que había que curar mediante terapias y rezos, por más que el género no escasease –como se supo años más tarde– entre las filas de la profesión eclesiástica. A los más recalcitrantes se les sometía a descargas de electroshock, con el escaso éxito curativo que era de prever a la luz de la ciencia.

Mucho antes de que lo sugiriese la rama feminista del actual Gobierno, el régimen de Franco –y anteriormente, la República– habían prohibido, en fin, la prostitución, con el mismo efecto que si hubiesen decretado la abolición de la ley de gravitación universal.

Lo cierto es que, entre el monasterio y el ministerio, las fuerzas al mando del país no paran de meterse en la cama de los españoles. Esto ya empieza a ser vicio.

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