Así que, expuesto sin intención de incordiar y respetando opiniones en contrario, parecen existir indicios bastantes acerca de una cierta desorientación en las autoridades educativas sobre cuál ha de ser su función. Aunque en el último medio siglo ya hubo síntomas de que el asunto tenía mala pinta, con cada gobierno electo haciendo su propia ley de educación y a veces más, quedó claro que ese terreno, clave en cualquier país, iba a ser campo de batalla ideológica y política. Y que en vez de Ortega, Homero o Pitágoras, los protagonistas serían Marx, Cánovas o Sabino Arana. Por citar, sin más, unos cuantos y a modo de ejemplo.

Cierto que, a partir de la década de los ochenta, y casi a la vez que el país entero recuperaba la convivencia, se detectaron indicios de que la Educación, con mayúscula, perdía terreno ante la partidización, y que caminaba hacia la minúscula. Siempre desde la opinión personal, los malos pronósticos se van cumpliendo: hoy, España está en la cabeza del fracaso escolar en Europa –lo que lleva a multiplicar los “ninis”, que ni estudian ni trabajan– y casi nadie se inmuta. Mientras, hay centros que se convierten en focos que con la excusa de revisar hechos que ya no tienen remedio avivan divisiones en vez de educar para evitarlas.

(Es opinable, pero son bastantes los que creen que se han convertido en escenario de disputas, interpretaciones sesgadas de la historia y conclusiones que carecen de un fundamento sólido. Además, por supuesto, de haber transformado determinadas asignaturas en una especie de teatro del absurdo y no pocas –además de las devaluadas “de Letras”– como susceptibles de impugnación por supuesto sectarismo. De tal modo que lo objetivo es difícil de reconocer, lo subjetivo un prisma casi definitivo para justificar lo injustificable y los datos se han transformado en opiniones. Y ojo con los “errores”.)

Conste que, siempre desde un punto de vista particular, no se trata de criticar, y menos todavía de descalificar, el papel de la mayoría de los educadores, sino de advertir que es posible que algún sector, desde los dos extremos, se haya decidido a hacer en este siglo lo que no pudieron en el anterior: unos seguir mandando y otros acabar con lo que siempre rechazaron, que fue la transición porque querían la ruptura. Y no se trata de jugar con las palabras ni de suponer los ya citados síntomas o indicios: es palpable que ha vuelto la discusión agria en vez del debate sereno.

Hay tiempo y espacio para rectificar: lo que no está claro es que exista la voluntad de hacerlo. Que en materia educativa pasa por un compromiso de Estado para, respetando lo peculiar, se refuerce y aprecie también lo común. Y se recupere con urgencia el respeto entre alumnos y profesores, pero sin olvidar que unos enseñan y los otros aprenden. Además de que se vuelva a poner en valor el concepto del esfuerzo, algo que hoy día, a través de decisiones difíciles de comprender incluso por quienes las toman, parece estar en desuso. En definitiva, hay que devolver a los centros su carácter; que no son cuarteles sino escuelas de aprendizaje de conocimientos y del sistema democrático, y que ésta no solo garantiza derechos, sino exige deberes. Todo lo cual parece de Pero Grullo, pero por los síntomas, semeja algo raro.