Desde la comunicación publicitaria y las estrategias marketinianas se nos inculca que necesitamos estar a la última en todo tipo de bienes y servicios. Tal es así que en ocasiones al día siguiente, o a los pocos días de haber comprado un producto nos traumatizamos porque ya ha salido un modelo nuevo o la versión siguiente de la misma marca: la B27H. De modo que, si por casualidad nos hemos quedado en la serie anterior, la B27, sin letra, entramos en crisis y partir de ese momento nos sentimos defraudados, aunque no sepamos qué es lo que rayos hace de más la nueva implementación que le han metido a ese trasto. Queremos siempre la última versión.

Esto no sucedió siempre así, las cosas duraban y pasaban de padres a hijos. Por ejemplo la caja de compás, tiralíneas y bigotera con la que estudió y dibujó mi padre fue la misma que utilicé yo cuando hice delineación. Los zapatos, aparatos de radio, relojes… se reparaban. El primero que tuve me lo regalaron cuando cumplí 12 años, era un Nana de 17 rubíes con dos años de garantía. Nunca tuvo que pasar por el relojero y me duró hasta la veintena.

Hoy, tal como están concebidos los bienes de consumo, debido a ese concepto industrial perverso denominado obsolescencia programada, nos han inculcado que cuando el equipo falla es más caro repararlo que comprar uno nuevo. Eso ha llevado al traste con cantidad de profesiones que se dedicaban a mantener el mundo de los objetos y que, sin saberlo, contribuían de algún modo al mantenimiento del planeta evitando que nuestros trastos, al primer fallo o avería, pasaran directamente al desguace. Aquellos gremios reparadores a pie de barrio, hoy prácticamente desaparecidos, mantenían una economía circular sostenible en la que nada se tiraba ni sobraba. Todo solía tener una segunda, tercera y cuarta oportunidad.

En la actualidad, sin embargo, estamos inmersos en una mentalidad consumista que nos conmina a estar siempre en vilo para comprar y disponer el último modelo de lo que sea, desechando muchas cosas que en otras latitudes se verían como bienes de primera necesidad, cuando no de alta tecnología. Así, la obsolescencia de un producto es muy relativa en función de la localización geográfica o el propio entorno social y económico en donde viven y se desarrollan las personas. Solo con viajar un poco hacia otras latitudes más allá del bloque occidental podemos ver como un smartphone descatalogado de aquí tiene vigencia y larga vida allí y, cosas menos tecnológicas como unos pañales o unos bolis Bic pueden llevar la alegría a toda la familia.

En cualquier caso la era digital, por suerte, vino a democratizar muchos medios de producción evitando, como sucedía antaño, que solo los que poseían los recursos materiales caros y escasos se erigieran en los únicos con capacidad de crear y hacer propuestas. En la actualidad una persona en su casa puede elaborar muchas cosas que antes sólo estaban vetadas a unos pocos. Por ejemplo, en el ámbito audiovisual realizar la edición y postproducción de un video con el mismo software y hardware que tiene cualquier cadena de televisión. Y esto es bueno, porque el talento no se ve ya condicionado por la tecnología, cosa que era demasiado incongruente y frustrante para los creadores audiovisuales de la era pre-digital. El acceso generalizado a las herramientas de creación y gestión ha propiciado que emerjan hoy cantidad de creadores y creadoras cuyas propuestas ya no están condicionadas por aspectos pretéritos excluyentes relacionados con el equipamiento y la tecnología.

Pero no todo va a ser positivo, por contra hemos entrado en la era de los prototipos. El mercado va tan rápido y el consumo es tan vertiginoso que la industria ya no se para en la sutileza de los controles de calidad de antaño. Antes, en el mundo hardware, cuando se adquiría un producto, sobre todo de gama alta, su entrada en el mercado conllevaba un testeado a conciencia garantizando su óptimo funcionamiento en todo tipo de circunstancias. Hoy, en el universo del software y los chips, los nuevos productos que entran en el mercado son prácticamente prototipos que los consumidores adquirimos y testeamos de forma individualizada de modo que, a partir de nuestras sugerencias, cuando no quejas, las marcas van implementando variaciones y soluciones para que las nuevas versiones funcionen correctamente. En este escenario se ha desarrollado una cultura de la actualización cuya filosofía reside en el concepto del firmware, donde nada es definitivo y la versión siguiente desautoriza a la anterior. Los consumidores hemos pasado a ser para las organizaciones y fabricantes su línea de control de calidad, a coste cero, eso sí pagando nosotros previamente por el producto adquirido. ¡Toda una hazaña!. Como cuando de forma individualizada operamos para sacar dinero del cajero o pasamos los productos de la compra por las máquinas automáticas del super, sin darnos cuenta de que poco a poco nos vamos convirtiendo en trabajadores inconscientes a cero remuneración y que eso tiene sus consecuencias en el mercado laboral.

En el mundo digital, como se suele decir, no es oro todo lo que reluce y si bien parece que hardware, software, objetos y tecnologías solucionan la mayoría de las cosas, no siempre es así. Simplemente imaginemos a Neruda con un lápiz, aunque tenga la punta mal afilada, y a cualquiera de nosotros con una Montblanc con plumín de oro y el cuerpo plagado de incrustaciones en diamante. ¿Quién hará mejor poesía?. En definitiva, que realmente al final lo importante no es el cómo, ni el con qué, si no el qué, porque como dice aquel sabio refrán: “el hábito no hace al monje”.