Desde la admirable imperturbabilidad de las casas, el azote del temporal al atardecer es siempre maravilla: nubes que corren con su evocador gris plomizo casi sobre las cabezas, árboles y banderas que, obligadas por las rachas a un baile interminable, pretenden mantener un resto de compostura, grandes pájaros que intentan batir algún récord con velocísimas empopadas, bandadas de estorninos que se escinden y reagrupan de modo incesante mientras toman la forma del vendaval, como si fueran su escritura, todo bajo una luz inclinada y declinante que a ratos se cuela entre las nubes y a ratos queda oculta por ellas dejándonos sepultados por la penumbra. A orillas del Cantábrico y no lejos de sus rompientes, de las que llega a la ciudad un estruendo que no cede, se advierte en esos momentos lo cerca que está el Norte, pese a las distancias técnicas, y la sensación de salud que nos provee.