A pesar de que, tanto en los trabajos académicos como en la vida real se utilizan los términos vejez y envejecimiento indiscriminadamente para referirse, sin problema alguno a un estado etario determinado, cuando se trata de sustantivar o adjetivar ese mismo vocablo en individuos concretos, de repente aparece un rechazo. Muy pocas personas se sienten cómodas con esa denominación. Así, a pesar de que hablamos constantemente de envejecimiento, parece que el sujeto referente, es decir, el viejo, no existe o no se le espera.

Otros términos con una etimología de origen latino para referirse a la vejez o al envejecimiento, como provecto, senectud o senescencia tienen su uso casi exclusivo en el ámbito académico y especializado, pero popularmente y para mitigar el agobio generalizado a la palabra viejo han surgido expresiones eufemísticas que parece le aportan un plus de suavidad al término. Eso sí, sólo desde un punto de vista estético-sonoro, porque la persona que dice sénior, tercera o cuarta edad u otras acepciones más guays y de colegueo del tipo viejenials etc., cuando pronuncia cualquiera de estos vocablos realmente piensa en el mismo referente que cuando dice la palabra viejo. Es decir, todos esos eufemismos de referencia están dotados de la misma carga edadista que la acepción auténtica, original y genuina.

Viejo es una palabra maravillosa que define muy bien un tramo etario como lo hacen otras, tales como niño o joven. El único problema que tiene el término que sustantiva la vejez, respecto a los que hemos referenciado, es que se le ha dotado de un estigma negativo asociado a la decrepitud, el deterioro y la incapacidad. Por ello, podría resultar útil replantear, resignificar y actualizar el significado de la palabra viejo y colocarla en el nivel que realmente ejemplifica ese momento etario de los seres humanos del siglo XXI, que poco tiene que ver con etapas cronológicas anteriores. La esperanza de vida ha crecido de forma positiva y los viejos de hoy disfrutan de unas condiciones físicas, psíquicas, sociales así como actitudinales, muy diferentes a las de nuestros antecesores.

Este año comienzo la ruta de los setenta y personalmente no quiero que me denominen por ninguno de los eufemismos anteriormente señalados, aunque piensen que pueda resultar más cool. O sea, que para mi, ni sénior, que parece evocar la denominación de un ejecutivo de cuentas de una agencia publicitaria, ni tercera edad y mucho menos viejenial, un palabro que me hace sentir demasiado ridículo. Me suena a algo así como si se intentara negar, con una denominación aparentemente simpática, mi tiempo de permanencia en el planeta. Soy viejo y estoy encantado de serlo. Eso sí, todavía no soy anciano. Otra palabra maravillosa de nuestra lengua que define ese estadio etario superior de la vejez. Un momento también importante para el que, tanto a nivel personal como por parte de la administración, es necesario elaborar nuevas y creativas estrategias que lleven implícito un plan de contingencia que nos permita pasar esa última etapa de la vida con dignidad y, atendiendo a parámetros que tengan en cuenta la heterogeneidad así como, las necesidades particulares de cada ser humano. Porque algún día, si la longevidad nos asiste, todos llegaremos a ese momento y es necesario estar preparados para asumirlo. En ese escenario temporal cada vez más extenso, que se sitúa en esa etapa que va desde la vejez, definida técnicamente por la jubilación administrativa, hasta la ancianidad o la dependencia, parece que se torna necesario y urgente empoderar la palabra viejo, usarla sin prejuicios o estigmas negativos y dotarla de ese marchamo positivo que implica haber conseguido llegar al estado provecto disfrutando de cada momento embarcados en un plan vital personal e ilusionante Y eso, como decíamos en mi infancia: “no es moco de pavo”. Así que, a por ello, orgullosos tanto de ser, como de que nos llamen viejos. Eso quiere decir que hemos llegado y seguimos dando guerra en el planeta, pues cualquier otra opción es bastante peor.