Opinión | Crónica Política

Las cacerías

Tenía que pasar y pasó. La deriva de la política española hacia senderos bélicos en la dialéctica se convirtió ya en cacerías personales. Sin tener en cuenta ni la presunción de inocencia por una parte ni al menos la estética por otra, y en todo caso olvidando las reglas elementales del sistema, que limitan los excesos, el panorama es ya, no solo insoportable para la gente del común, sino muy peligroso para el ejercicio del oficio público. El último –y más claro– de los ejemplos lo está aportando la insólita actitud del presidente del Gobierno, que amenaza –aunque él dice reflexiona– con la dimisión y la oposición que parece haber hallado, por fin, el punto más débil de la coraza presidencial.

En este punto, procede insistir en lo que se ha dicho otras veces. La política tiene que ser buscar remedio a los males colectivos, y de ningún modo crear otros. Y eso es lo que está pasando en España: que lo que importa en las acusaciones no es la gente del común, los problemas de la sociedad, tanto como las posibles heridas que se puedan hacer al contrario sin importar los efectos globales que para la credibilidad del país pueden suponer las batallas entre tirios y troyanos, a los que equivalen las llamadas “derecha” e “izquierda” españolas.

No se busca el restablecimiento del orden jurídico supuestamente dañado, ni se ejerce el poder desde la objetividad respetando los resultados electorales y estableciendo pactos antinaturales. Ni la oposición cumple su papel de controlar al Gobierno y hacerlo de una forma constructiva, seria, orientada hacia la búsqueda de alternativas a aquellas cuestiones que quien gobierna no puede o no sabe acometer. Y lo que es peor: todos se dedican a la caza del contrario, sus errores, sus presuntas infracciones de la norma o cualquier cosa que ayude no ya al electorado español, si no solamente a las intenciones hacia el rival. Se trata de machacarlo, en la política –con minúscula– que se practica en el Parlamento, en la oratoria, que no es propia del oficio y, en general, buscando más el daño al rival que el beneficio al propio.

En otras ocasiones –parecidas, pero no tan graves– se ha especificado la opinión de quien escribe negando que se tratase de epístolas morales. Ahora, quizá con la esperanza de los ingenuos, es evidente que llega la hora de reclamar para Galicia algo muy diferente a lo de España. Y en ese marco toma doble valor el discurso del presidente del Parlamento gallego, don Miguel Santalices, que en la toma de posesión del titular de la Xunta, señor Rueda, exhortó a la Cámara a no caer en la maldita tentación de convertirse en un campo de guerra, tanto incivil como repugnante.

A partir de ahí, la maniobra –increíble, pero cierta–, del presidente Sánchez hablando de una dimisión que puede ser o no, pero que casi nadie toma en serio en este país, y la actitud de la oposición que olvidando el interés de España hace propias las acusaciones de un colectivo profesional, “Manos Limpias”, con polémico historial, causa un daño enorme a la imagen de España. Es, por lo tanto, un enorme error, ya que quien lo comete es el poder democrático: cuando alguien renuncia a él comete además una acción muy peligrosa. O se dimite, o no se dimite, pero eso de una renuncia a plazos resulta impresentable. Porque si todo es intención cierta, no necesita meditación, y si no lo es, quien no la necesita –meditación–, es la ciudadanía a la que se dirige una carta que parece más un SOS que un motivo de reflexión. Así, lo más aplicable al episodio se contiene en un consejo del refranero; “el que se ahoga, no duda en ahogar a su salvador”. Conviene que los ciudadanos de este país, sobre todo los de Galicia, tengan en cuenta ese peligro adicional. Porque los tiempos que vienen van a ser, aún, más escandalosos que los actuales.