Da igual que a estas alturas hayan leído memoriales al gran Narciso Ibáñez Serrador, y desde el 7 de junio seguro que así ha sido. Perdón por insistir con lo mismo, pero no me resigno a hablar de Chicho al que uno admira mucho antes de saber que acabaría ganándome la vida al otro lado de la televisión.

Chicho es muchos Chichos, pero en mi corazón el que de verdad me hace cosquillas y me embarga la melancolía es el Chicho de la tele, claro, y de la tele, el de Historias para no dormir, tele brava y cumbre de la década del 60 del siglo pasado. Una pasada. De años y de calidad. Los 21 segundos que tenía la cabecera de la serie, en blanco y negro, empezaban con el chirrido de los goznes de una puerta abriéndose en cuyo trasluz, y a golpe de efecto sonoro, se iba viendo el nombre del autor y de la serie, puerta que se cerraba de golpe después de oír un escalofriante grito de terror. Si la cabecera atrapaba al indiferente, la presentación de lo que se iba a ver, estilo Alfred Hitchcock, y el contenido del relato de terror -de grandes autores, desde Allan Poe a Bradbury o Stevenson- resumía con una fidelidad que sólo el tiempo acabaría demostrando lo que este genio, este contador de historias, siempre usó, una mezcla de vanguardia y clasicismo, de ironía y humor a espuertas, de sentido del espectáculo y de negocio, alguien, en definitiva, que conoce, que intuye a sus semejantes, que se aprovecha de sus conocimientos de la condición humana, y que lo mismo firma Historias para no dormir que Historias de la frivolidad o Un, dos, tres. Gracias, Chicho, gracias. Bienvenido a Granada.