Opinión

La forja de un jurista

¿Qué es el Derecho? ¿Qué hay detrás de esa palabra que todos tienen en los labios y muy pocos en el corazón?

Alejandro Nieto

Acabo de leer un libro colectivo, En recuerdo de Alejandro Nieto, escrito en memoria y honor del reputado administrativista y autor de magníficas obras de variado contenido (Derecho administrativo, Teoría del Derecho, burocracia, corrupción pública, historia del sigo XIX, Administración de Justicia, etc.). Los autores del libro rememorativo son también destacados profesores de Derecho Administrativo, discípulos y compañeros que le trataron en vida y guardan de él memoria agradecida, razón por la que se han reunido en torno a la figura del maestro, intelectual insobornable y crítico, para rendirle tributo. Yo he tenido el honor de haberle presentado un par de veces en el Club FARO, las mismas en las que, con tal ocasión, cené y charlé con él.

Resulta conmovedora la anécdota que en el libro comenta uno de sus coautores (J.R. Capella). Era hijo de una familia de pequeños propietarios campesinos, y antes de consagrarse a la docencia universitaria del Derecho Administrativo, para costearse su formación, preparó una oposición de la escala técnica de la Administración Civil del Estado, y lo hizo estudiando sentado en una silla colocada sobre una mesa de la cocina para poder aprovechar la luz de la única bombilla aprovechable de su casa.

Hace años, y parafraseándole, escribí sobre él: “Gusta de presentarse como descreído del Derecho, abiertos ya los ojos al santo de palo cubierto de pintura dorada que, en definitiva, el Derecho es”. He sido –y sigo siendo– fiel lector de los libros de Alejandro Nieto. De ellos obtuve fructuosas enseñanzas y estimulantes motivos para la reflexión. Muchas de sus obras me parecen de lectura obligada para el jurista, y aquellas dedicadas al análisis de los muchos problemas de la justicia en esta “España en astillas” lo son especialmente para los jueces. Sus obras son, a juicio de Muñoz Machado, “lucidísimas, descaradas y contundentes” y Capella dice de sus libros que eran “escandalosos y certeros”. Tenía, sin duda, un sugestivo punto ácrata y rebelde.

Era castellano austero y terrizo, poco dado a títulos y honores (“medallas de hojalata chapadas de ambición” y de hueca vanidad, añado yo); su filiación como administrativista es de lujo: fue el primer discípulo de García de Enterría. Recorrió largos caminos de teoría y doctrina en busca de la verdad y esencia del Derecho, y esa peregrinación le llevó a la comunión con el realismo norteamericano para distinguir entre el “Derecho normado”, en el que, como tantos otros, había sido bautizado, y el “Derecho practicado”; abjuró del primero y detuvo su mirada en el segundo, que es el Derecho vivo, el de los concretos conflictos resueltos por los jueces y las decisiones adoptadas por la Administración, e hizo de él el eje de su pensamiento jurídico. En suma, el Derecho verdadero no es el de las normas jurídicas, sino el de las resoluciones singulares de los operadores jurídicos “en cuanto que son las únicas que atribuyen derechos concretos”.

Decía las verdades sin ambages, de forma descarnada, ácida en ocasiones, por eso no era leído en despachos dormideros donde no interesa la verdad, aún más, se cultiva la verifobia. Y él lo sabía. Pero no le importaba escribir para quienes no leen y hablar para quienes no escuchan. Y es que quienes tenían que leerle no lo hacían, y se nota. Y así nos va. Demasiada verdad para tanta angostura ética de quienes quieren vivir tranquilos, mirando siempre hacia otro lado. En la presentación de una de sus conferencias dije de él que compartía la divisa unamuniana: Veritas prius pace, primero la verdad que la paz. Y yo me atrevería a decir que, en realidad, no hay otra paz que la de la verdad, pues el que vive en la verdad tendrá paz, aunque sea una verdad combativa. Y él fue hombre de combate, crítico y provocador, porque a veces es precisa la provocación para sacudir conciencias y despertar a los de conciencia aletargada.

Quien conozca la vida de Alejandro Nieto entenderá el título que he dado a estas líneas que deliberadamente parafrasea el de la famosa obra de Arturo Barea porque, en definitiva, nuestro hombre fue rebelde en un mundo de conformistas, de convencionalismos, de verdades apresuradas y dogmas de cartón piedra. Tenía por regla de vida “no fiarse de las cosas que nos cuentan y ni siquiera de las que creemos ver: no confiar en las apariencias e intentar siempre alcanzar lo que hay detrás por escondido que esté”. Tal vez por esta filosofía de vida, tan poco frecuente, sintiera en los días finales el peso de la soledad: “He tardado demasiados años en encontrar la senda que luego he seguido tercamente y en solitario”. Y es que, en el camino pedregoso de los que buscan la verdad, apenas se ven peregrinos.

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